A lo largo de su Historia, la ópera ha incluido siempre en su lenguaje el sentir artístico de la sociedad que la acogía. Podríamos realizar un viaje maravilloso a través de la historia de la filosofía y los vaivenes sociológicos, empleando como hilo conductor las creaciones operísticas que nacieron en cada una de aquellas sociedades. La mayoría de las corrientes artísticas y preocupaciones profundas que han cambiado la historia en uno u otro sentido tienen su reflejo fiel (o velado) en alguna ópera, en algún personaje, en algún libreto que tal vez ahora hemos olvidado.
Los siglos que transcurren desde L´Euridice de Jacopo Peri hasta hoy pueden arrojar multitud de ejemplos de esto último. Sin embargo, resulta interesarte pensar en ello a la luz del estreno mundial en el Teatro Real de la ópera Brokeback Mountain del compositor estadounidense Charles Wuorinen, basada en la obra literaria homónima de Annie Proulx, que firma además el libreto. El Teatro Real se convierte así de nuevo en el laboratorio de Gerard Mortier, que en su singladura madrileña ha tenido un éxito irregular.
El público de Madrid dará su respuesta, aunque no cabe preguntarse si está preparado para un espectáculo como este; más que preparado, está de vuelta. En todo caso, el revuelo mediático que ha generado el evento es digno de análisis. Quienes siguen la actualidad operística saben que poco podría presentar Ivo van Hove, el director de escena, que pudiera sorprender y escandalizar a un público ya escarmentado. El sexo explícito dejó hace tiempo de ser una novedad en los escenarios de ópera, en los que es frecuente encontrar imágenes perturbadoras o pretendidamente ofensivas. Los ejemplos son innumerables, citemos tan sólo las versiones escénicas de nuestro compatriota Calixto Bieito. Todas estas producciones tienen en común el empleo del sexo como material artístico, dentro del espectáculo de la ópera. El sexo sigue siendo en la actualidad una chispa tras el choque entre contrarios, y conserva la fuerza de lo peligroso y la ductilidad de lo asequible; por eso, sigue interesando a los artistas. Lamentablemente, la línea del buen gusto hace tiempo que se sobrepasó, y parece que hoy todo vale en lo que al sexo y al arte se refiere, desde lo más inteligente y sugestivo, a lo más repulsivo o brutal. Es una cuestión de respeto a la inteligencia de los espectadores.
Ante esta realidad, que ya es más que una moda, el espectador de ópera encuentra cierto desasosiego. En realidad, no debería sorprendernos; pues la ópera tiene, como género teatral, la capacidad de devolvernos como en un espejo, la imagen de lo que somos y lo que queremos ser en realidad; de lo que nos atormenta y nos atañe como grupo. Somos una sociedad que no termina de despertar a la verdadera libertad sexual, y que vive subrayando, festejando (o condenando) lo que debería ser pan de cotidianeidad, objeto de aburrida normalidad, en lugar de morbo y alharacas; una sociedad que ha cosificado el cuerpo, que hace tiempo que dejó de ser “templo del espíritu” (Corintios 6:19), para ser un objeto más de mercado, con todas sus implicaciones; y una sociedad, en fin, despierta y en ebullición que, lejos de temer el debate, lo ansía como el intoxicado se aferra a la esperanza de cualquier antídoto. Una sociedad así no podría tener otro reflejo en los escenarios.
No sorprende, por tanto, esa reiteración del sexo. El asunto de la homosexualidad, que se contrapone en el tiempo en el Teatro Real al amor entre Tristán e Isolda, puede enriquecer esa dialéctica del amor y la muerte, la pasión y la espiritualidad, de lo bello y lo eterno, que en Wagner se fusionan. El sexo es bello de cualquier forma, si no es gratuito o agresivo; y posiblemente Brokeback Mountain nos descubra ideas nuevas.
Esta agitación mediática y el interés generado son prueba de la actualidad de la ópera como género transformador de sociedades, algo que Mortier entiende y aplica a la perfección, y que se ha dado siempre en la historia de la ópera. Sin embargo, las novedades musicales de Mozart, Rossini o Wagner, revolucionarias en su tiempo, poco tienen en común con esta nueva ópera que incide de nuevo en lo sexual. Si aquellas tenían en su interior el pulso arrebatado del progreso, esta nueva producción puede nacer manida y caduca.
Los amantes de la ópera sabemos que el poder transformador de una voz bien timbrada o de una nota que se apaga lentamente, es mayor que el de pechos, penes y nalgas, por mucho esmero que se ponga en su elección. Por tanto, conviene tranquilizar a todos aquellos que ven, en estos fenómenos, el fin de la ópera como género sublime y elevado. Piensen tan sólo que, si pudo sobrevivir a férreas censuras e inquisiciones, bien podrá sobreponerse a los caprichos de esta sociedad en busca de sí misma.
Carlos Javier López Sánchez
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