Aunque actualmente se representen muy poco, las obras de Jakob Meyerbeer (1791-1864) ejercieron un dominio casi absoluto en los escenarios operísticos de Europa. De un extremo a otro del continente, sus óperas entusiasmaban al público, a los críticos y a la mayoría de los grandes compositores. Obras que salieron de su pluma, fueron comparadas sin recatos con las de Mozart o Beethoven y reconocimientos oficiales de organismos privados o públicos le llovían por todas partes. En aquellos días, discutir la gloria de Meyerbeer era una tarea esteril a la que practicamente nadie se entregaba. Incluso el que sería uno de sus más enconados críticos, el compositor Richard Wagner, escribió en 1842 un rinbombante artículo para el Dresden Abendzeitung, en el que decía que:
"La pura y casta sangre de Alemania fluye en las venas de Meyerbeer. La maestría de Meyerbeer se manifiesta en sus sorprendentes circunspección y sangre fría con las que establece el plan de sus obras y dispone de su construcción......Apenas puede concebirse como pueden desarrollarse estos planes de manera más elevada. Se siente como alcanza el punto culminante. Del mismo modo que el más grande de los genios se destrozaría a sí mismo si intentase no ya sobrepasar, sino incluso continuar la vía de la Novena de Beethoven, así resulta imposible para nosotros avanzar en la dirección en la que Meyerbeer nos conduce hasta que alcanzamos su último desarrollo".
Pero cuando Wagner escribió estas lineas, tenía veintinueveaños, era un perfecto desconocido y tenía que ganarse el aprecio del más famoso compositor europeo. Algunos lustros más tarde, el panorama cambiaría y Wagner pagaría los favores que Meyerbeer le hizo durante sus años de penumbra, con escritos como "Opera y Drama" o "El judaismo en la Música", en los que lanzaba agudos ataques contra el compositor que tanto le había allanado el camino y al que sin ninguna precaución denominaba como "un banquero que se dedicó a escribir óperas".
Nacido en Berlín en el seno de una próspera familia de origen judio, el pequeño Jakob fue un estudiante aplicado que demostró una capacidad musical fuera de lo común. Sus estudios de piano con Lauska y después con Clementi fueron tan bien aprovechados que con sólo doce años se le contaba entre los primeros pianistas de la ciudad. Paralelamente, estudió armonía con K.F.Zelter (1758-1832) y realizó además sus primeros ensayos de composición con B.A. Weber (1766-1821), discípulo de Vogler, con el que estudiaría más tarde. En las clases del abate Vogler (1749-1844) tendría como compañero de aula al que sería su gran amigo C.M. von Weber. Como compositor, tras una primera etapa alemana, salpicada de pequeños contratiempos, el joven Meyerbeer pidió consejo a Salieri para perfeccionar su estilo. Éste le recomendó viajar a Italia para profundizar en el conocimiento de la técnica vocal y operística. En el país trasalpino aprendió muy rapidamente los secretos de la escritura para la escena y presentó una serie de dramas, muy influidos por Rossini, que obtuvieron muy buena acogida. Dramas como "Romilda e Constanza" (1817); "Semiramide Riconosciuta" (1819); "Emma di Resburgo"(1819); "Marguerita d´Anjou" (1820); "L´Esule di Granata" (1821) y sobretodo su gran éxito "Il Crociato in Egitto"(1824), fueron muy aplaudidos y se pasearon por media Europa. "Il Crociato", el mejor de todos, constituyó un suceso extraordinario y sirvió para abrirle las puertas del templo operístico de la época, es decir, de París y de su fastuosa maquinaria artística y financiera. Aunque para muchas de sus páginas el tiempo no ha pasado en balde, existen otras que nos muestran a un compositor muy diestro técnicamente y con una gran fuerza dramática. Cuando se estrenó esta ópera estaba claro que la estética de Meyerbeer, con su nutrida orquestación y con la sinuosidad de una melodía acorde con los nuevos tiempos, estaba ganando la batalla del público frente al clacisismo de los italianos. Autores como Rossini, Donizzetti o Bellini vieron como el favor de la audiencia se giraba hacía Meyerbeer. Sthendal, en las notas que escribió a raiz del estreno de "Il Crociato" en el teatro Louvois de París apuntó que la obra poseía:"Vigor, originalidad, cierta gracia de estilo que transpira la frescura de la juventud". Sin embargo, para Meyerbeer esta etapa de su carrera ya estaba concluida y tras este gran éxito abandonó Italia y volvió a su ciudad natal. Desde 1825 hasta el estreno de su siguiente obra escénica, algunas desgracias le rodearon: muerte de su padre y de su profesor Lauska y poco después la de su entrañable amigo C.M. von Weber. Sin embargo, entretanto dolor, acaeció una noticia positiva: el matrimonio con su prima Mina Mosson y en 1828 de nuevo el desastre: sus dos hijos murieron siendo muy pequeños. Ante semejante panorama, Meyerbeer no podía pensar en la ópera por lo que volcó toda su inspiración en el género sacro. Trabajos como "A Dios" para coro mixto; los 12 "Salmos" a dos coros a capella y las siete "Cantatas religiosas" a 4 voces, de armonía y belleza extraordinarias, dan buena muestra de las circunstancias personales por las que atravesó. Desgraciadamente, estas magníficas obras duermen en los archivos, esperando ser rescatadas del pozo del olvido en el que se encuentran. En la carta que escribió al conde Brüll en junio de 1828, Meyerbeer confiesa su estado de ánimo en los siguientes términos: "Hallé mi único consuelo en la composición de cantos religiosos, y en el estudio de la vieja música de iglesia. Era lo único que calmaba mi profundo pesar. Ya no pensaba en escribir más óperas". Tras este espacio de tiempo en el que crisis personales e intelectales le asaltaron, Meyerbeer inició su etapa francesa con el estreno en 1831 de "Robert le Diable". Pocas veces sé dió en la historia de la música un éxito tan rotundo e inmediato como el del día del estreno del "Robert". A partir de aquel 21 de noviembre, París y por correspondencia directa, los coliseos más importantes del continente, músicos, críticos y público, se postraban a sus piés. Aunque parezca increible, de esta ópera no ha existido, hasta hace bien poco, una versión adecuada que nos permitiese apreciar sus bellezas. La "Obertura" es un ejemplo perfecto de música adecuada al drama. Para entender la importancia de este estreno, hemos de recordar que en aquel momento faltaban once años para que Wagner estrenase"Rienzi" y Verdi el "Nabucco" y que el "Guillermo Tell" de Rossini y sobretodo "La Muda de Portici" de Auber entusiasmaban a los melómanos. En 1836 la conmoción artística fue todavía más grande. El 29 de febrero, "Les Huguenots" sorprendieron a todos con su arrolladora artilleria orquestal, la sincera inspiración de sus mejores páginas y por la novedad de la textura armónica. Como todas las obras arriesgadas, la partitura fue motivo de discordias entre los músicos. Ante ella nadie permaneció ajeno. Unos opinaban que Meyerbeer estaba, tras este trabajo, a la misma altura que Beethoven y Rossini, y otros (generalmente sus compatriotas), que con este insulto al buen gusto, la carrera como compositor de óperas de Meyerbeer estaba arruinada. Con el resto de sus producciones significativas, es decir, con "Le Prophete", "Dinorah" y "L´Africaine", la historia se repetía. Por un lado, se encontraban aquellos que reconocían elevadísimas cualidades dramáticas y musicales al creador de "tan imperecederas obras maestras"" y por el otro, aquellos que no entendían como un hombre de la "medianía artística" de semejante especulador, pudiera atraer tanto la atención del gran público y de la mayoría de los autores del momento. Como bien decia Berlioz en su crítica del estreno de "Les Huguenots": "Unos quisieran verle muerto y quemarían su obra bailando de alegría; otros quisieran que se erigiese un templo al gran compositor... es la eterna lucha entre gluckistas y piccinistas que siempre se repite". Ante tal disparidad de criterios, Meyerbeer ha sido atacado muy injustamente por críticos de tercera fila cuyo único mérito ha sido el repertir como "loros" los comentarios adversos que desde hace algunos decenios se le han atribuido. El papel negativo de semejantes críticos aún perdura. Pongamos un ejemplo. En la versión de "L´Africaine" que se realizó en el Liceo de Barcelona en 1975 se produjeron tales cortes en la partitura que si se hubiese tratado de otro compositor, la cosa hubiera sido un escándalo. ¿Porqué no lo fue?. Pues, por una razón muy sencilla: por la ignorancia. Todos aquellos que alegremente comentaban los aspectos vocales, escénicos o musicales, no repararon en el pequeño detalle de que prácticamente todas las escenas importantes estaban seriamente mutiladas; en que se omitió un acto; en que los "tempi" eran absurdos y en muchas más cosas que harían interminable la lista. Al final, la ópera no era ni una sombra de lo que Meyerbeer concibió, pero ningún crítico habló de este asunto. Sin duda, no tenían ni idea de lo que había pasado con la partitura. Con el resto de las óperas de Meyerbeer ha pasado más o menos lo mismo, o sea, una escabechina musical. Sólo hasta hace muy poco podemos escuchar "Les Huguenots", "Le Propheté", "Dinorah" o "Robert" en versiones dignas. Resumiendo: quien hubiese querido saber como eran realmente las óperas de Meyerbeer, sólo hubiese podido escucharlas en discos o cd, desde hace tan sólo treinta años y en ediciones muy limitadas. Naturalmente nos referimos a versiones fieles al texto y registradas en soporte, si nos refiriésemos a las presentaciones en teatros de ópera, en vivo y en directo, deberíamos decir que ofrecer una ópera de Meyerbeer en perfectas condiciones aún está por llegar. Ante tales despropósitos ¿cómo explicarse entonces la mala fama que persiguió a Meyerbeer desde finales del siglo XIX hasta hace muy poco?. Una de las razones de este desprestigio es sin duda, el excesivo valor otorgado a los apasionados comentarios adversos realizados por Schumann y Wagner, los cuales, sustentados sobre una base de verdad, permanecen en definitiva llenos de prejuicios y faltos de metodología, al contrario de los de Berlioz, quien analiza siempre aquellos puntos que estima importantes no apoyándose nunca en prejuicios artísticos, literarios o patrioteros. Ahora bien, sí Meyerbeer no era el ridículo compositor que muchos denostaban duramente, tampoco era el imponente genio que la mayoría de los profesionales, de todas las facetas de la música, creían que era. Es sumamente dificil juzgar, ante la diferencia misma de la calidad en los pasajes de sus obras, el alcance como compositor de Meyerbeer. Así, sí por un lado se muestra indulgente y despreocupado, por otro, apoyándose en una auténtica maestría, resulta certero en las aspiraciones dramáticas. A veces es sumamente convencional, pareciendo querer emular los oropeles de otros estilos y en otras, descubre rincones insospechados con nuevos efectos tanto poéticos como de fuerza. Defectos aparte, que efectivamente los tienen, sus obras muestran un mérito indiscutible. Un mérito que practicamente nadie les niega: el de su acusado sentido dramático. En efecto, de cualquier escena aparentemente insípida o inocente, Meyerbeer logra extraer un haz fecundo de apariencias tensas o amenazantes, que alimentan el desarrollo de un conflicto suceptible de ser escenificado. Naturalmente esto es pura invención, dramaturgia imaginaria, pero ¿qué era la ópera para él sino un pretexto para la exposición de un mundo lleno de teatralidad pseudohistórica?. Creyendo en sus planteamientos con absoluto convencimiento, Meyerbeer jugó sus cartas con un talento basicamente ecléctico que fue sin duda uno de los más grandes de su tiempo. Por vez primera consiguió que la música, casi siempre limitada a un segundo plano hasta su irrupción, fuese la protagonista de los desarrollos dramáticos, ayudando a la configuración del carácter de los personajes y de las situaciones descriptivas derivadas de la acción del texto literario. Antes que Verdi y Wagner, mostró Meyerbeer en sus óperas la pasión exaltada al borde del abismo, ficticia a veces, pero sosteniéndose con viva imaginación creativa e individualidad. Hasta cierto punto, la "Grand Opera" de Meyerbeer y su idea del espectaculo musical, con sus imponentes escenas corales y su vistosa "mise en scene", guardaba mayor conexión, a pesar de su aparente lejanía, con el aparatoso embrollo del teatro barroco de las mascaradas y del "ballet de cour" que con el del sentimentalismo de la escena romántica, la cual, salvo ciertas excepciones, no le llamó la atención, no ya por aspectos estéticos, sino de pura mentalidad ya que Meyerbeer fue durante su vida un hombre razonable y equilibrado, inteligente y ambicioso, en todo momento ajeno a los furores del idealismo reinante y con la "serenidad" que le daba su origen próspero y conservador. Siempre dispuesto a apoyar a los demás, especialmente si atravesaban dificultades, Meyerbeer prestó mucha ayuda al joven Wagner. Le proveyó de cartas de recomendación; hizo que el editor Schlesinger le encargase varios artículos; llegó a ver casi factible el estreno de "Das Liebesverbot"; recomendó el texto del "Buque Fantasma" a Berlín y sólo gracias a su ayuda pudo Wagner ver representada allí esta ópera en 1844. Asimismo, promovió el estreno de "Rienzi", obra que sólo fue aceptada gracias a su implicación personal en el asunto. Naturalmente, el joven Wagner se sintió agradecido y para demostrarlo escribió un ditirámbico artículo titulado "Sobre Meyerbeer y el lugar que ocupa en la música dramática" en el que afirmaba:"Estos rasgos virginales, púdicos, de una sensibilidad profunda son la poesía, el genio de Meyerbeer: ha sabido conservar una conciencia inmaculada, un amable conocimiento que resplandece en rayos pudorosos aún en medio de las más colosales producciones y hasta de las invenciones más refinadas, revelándose como el profundo manantial de donde surgen las ondas imponentes de este regio mar". Años más tarde los comentarios se tornaron diferentes y Meyerbeer hubo de soportar insultos sin cuento.
La obra de Meyerbeer, se considere valiosa o no, es la de un genuino hijo de su época. Para resumir este concepto, Heine declaro juiciosamente que "la música de Rossini nunca habría conseguido su gran popularidad durante la revolución y el imperio". durante la revolución y el imperio". Nadie duda hoy que la creación que mejor reflejaba el espíritu de la trepadora burguesía del "segundo imperio" francés, anhelante de jugar a ser una nueva aristocracia, fuese la de la "Grand Opera" de Meyerbeer. La dificultad a la hora de sopesar el valor de la aportación meyerberiana proviene de que el autor permanece, con un pie en la tradición y con otro en la vanguardia y que al lado de páginas italianizantes como las "arias de bravura" (que proveyó con nuevos tipos de acompañamiento), ensambla acentos de novedad y bella expresividad, ya sea apoyándose en su habilidad manifiesta de orquestador o en un empirismo atrevido que aún no tenía precedentes. Aunque todos le imitaron, poco a poco sus óperas fueron observadas con desconfianza y paulatinamente retiradas de los programas de las grandes compañías operísticas y de los repertorios de los grandes divos. Con el tiempo, Meyerbeer se fue convirtiendo en una pieza de museo, en un nombre en los libros de texto, sin obra representada y sin un verdadero estudio analítico de sus obras. En la actualidad, el panorama está cambiando. Sus óperas, aunque se representan con cuentagotas, obtienen un gran éxito cuando se cantan y existe un buen puñado de especialistas en su vida y obra. También se ha creado el "Meyerbeer Fans Club Internacional" en el que aficionados y especialistas de sus obras mantienen viva su memoria con representaciones (el año pasado se ofreció en Berlín un "Robert" magnífico), artículos, conferencias, debates y estudios sobre sus partituras. En cierto modo, Meyerbeer representa una de las más interesantes y extrañas paradojas de la estética musical. Considerado en su tiempo un auténtico genio, con el paso de los años su figura pasó al olvido. Hoy, prácticamente nadie conoce sus extraordinarios trabajos de música religiosa y muy pocas sus obras orquestales, corales o camerísticas (para canto y piano) y críticos y comentaristas desinformados sólo hacen repiten los comentarios que hace decenios se publicaban en las revistas. Otro de los errores que se produce al evaluar su obra es compararla con la de Wagner o Verdi. El método comparativo es el peor que puede utilizar un estudioso de la historia musical y naturalmente aquí no entraremos en ese angosto juego. Sin duda Meyerbeer, el único compositor a quien Goethe consideraba capaz de músicar con fidelidad su "Fausto", aún no ha dicho su última palabra.
D.M.González de la Rubia
© 2003 Meyerbeer Fan Club
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