Solamente
veo que el estado normal de mi naturaleza es la exaltación, mientras que la
calma común es su estado anormal. Efectivamente, sólo me encuentro bien cuando
estoy “fuera de mí”: entonces estoy todo conmigo. Si Goethe era distinto, no lo
envidio por eso, como tampoco quisiera cambiarme con nadie. Cuando compongo,
todo lo que anoto es superlativo”.
(citado por H. Unger en “Lebendige Musik in zwei Jahrtausenden”)
Es difícil imaginarse claramente en qué forma la música ha dispuesto, desde
siempre, su poder especial frente al mundo de los fenómenos. Debemos suponer
que la música de los helenos traspasaba íntimamente ese mundo y que se mezcló
con las leyes de su perceptibilidad. Los números de Pitágoras sólo serían
perceptibles mediante la música. Según las leyes de la euritmia edificaba el
arquitecto; según las de la armonía conformaba el escultor la figura humana;
las reglas de la melodía transformaban al poeta en cantante y, a partir del
canto coral, se proyectó el drama sobre el escenario.
En todas partes vemos la ley interna, sólo comprensible por el espíritu de la
música, dirigiendo la ley externa que ordena el mundo de la intuición. En el
auténtico estado dórico antiguo que Platón tratara de perpetuar mediante la
filosofía en aras del concepto, la organización guerrera y la batalla, eran
dirigidas por las leyes de la música con la misma seguridad que la danza. Pero
el paraíso se perdió: aquella fuente primera del movimiento de un mundo llegó a
agotarse. Éste se movía –como la bola después del impulso inicial- en el
torbellino oscilatorio radial, pero sin que dentro de ella obrase fuente
impelente alguna. Pero cuando ese impulso cesó tuvo que paralizarse también el
movimiento. Y sería así hasta que el alma del mundo fuese resucitada.
El espíritu del cristianismo resucitó el alma de la música. Ésta transformó el
ojo del pintor italiano y entusiasmó su vista instándola a penetrar a
través de la simple apariencia de las cosas hasta su alma, hasta el espíritu
del cristianismo ya presente en la Iglesia. Los grandes pintores eran casi
todos músicos y el espíritu de la música es el que nos hace olvidar qué es lo
que estamos viendo cuando permanecemos absortos frente a sus santos y mártires.
(“Beethoven”, 1870)
Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven, igualmente en sus discípulos y
apóstoles. Creo en el Espíritu Santo y en la verdad del arte único e indiviso.
Creo que este arte emana de Dios y que vive en los corazones de todos los
hombres iluminados. Creo que quien se ha regalado una vez con los sublimes
placeres de este elevado arte, deberá serle adicto eternamente y que jamás
podrá renegar de él. Creo que todos alcanzarán la salvación mediante este arte
y que, por consiguiente, a cada cual le será permitido morirse de hambre por
él. Creo que en la tierra fui un acorde disonante que será disuelto de
inmediato por la muerte en forma magnífica y pura.
Creo en un Juicio
final que castigará terriblemente a aquellos que se atrevieron a lucrar con
este con este arte elevado y puro, a los que lo vejaron y deshonraron por maldad
del corazón e indignas ansias sensuales. Creo que serán condenados a escuchar
eternamente su propia música. Creo, en cambio, que los discípulos fieles al
divino arte estarán radiantes, en un divino tejido de armonías iluminadas por
el sol, reunidos con el divino manantial de todas las armonías para la
eternidad. Que me sea deparado un destino clemente. ¡Amén!
(“Ein Ende in Paris, 1841”)
(Mozart) Lo más importante y decisivo para la música lo realizó
indudablemente en el campo de la ópera; pero no llegó a influir con plena
autoridad poética en la configuración de la misma, sino que realizó únicamente
lo que le resultaba posible según la mera capacidad musical –recogiendo
inalterada la intención poética tal cómo y dónde la encontraba- con tal
abundancia que, en ninguna de sus composiciones puramente musicales y tampoco
particularmente en las instrumentales, hallamos tanta riqueza y tan
desarrollada como en las óperas.
La grande, noble y sensible candidez de su instinto puramente musical –es
decir, la posesión de la esencia de su arte- hasta le impidió producir, como
compositor, efectos preciosos de poesía opaca e insignificante. ¡Qué poco sabía
éste –el más dotado de todos los músicos- de la destreza de nuestros modernos
fabricantes de música, que erigen brillantes y relumbrantes torres musicales
sobre un fundamento mísero, indigno, y que simulan éxtasis y entusiasmo allí
donde toda la poesía es hueca y vacía, solo para demostrar que el músico es el
personaje principal que puede hacerlo todo –hasta de la nada- a semejanza de
Dios!
¡Oh cuánto amo a Mozart y cuánto lo venero porque no pudo inventar para el Titus una
música como la del Don Juan, y para Così fan tutte una
como la del Fígaro!. ¡Cuánto se habría deshonrado la música con
esto!. Mozart siempre hacía música; pero sólo podía escribir bella música
cuando se encontraba entusiasmado. Si es verdad que este entusiasmo debía
surgir de lo más íntimo de su ser, es verdad que sólo estallaba, radiante y
luminoso, cuando se sentía encendido desde afuera; cuando el genio del amor
celestial divisaba, desde adentro, el objeto el objeto enamorable a quien él,
olvidado de sí mismo, podía abrazar.
Y hubiera podido ser el más absoluto de todos los músicos. El que habría
resuelto para nosotros desde hace ya mucho tiempo el problema de la ópera, es
decir, el que nos habría ayudado a componer el más veraz, el más hermoso y
perfecto drama, si hubiese encontrado un poeta al que él, como
músico, sólo hubiese tenido que prestar ayuda…
Así Mozart sólo puso al descubierto la inagotable capacidad de la música, capaz
de responder a cualquier exigencia del poeta, a sui capacidad expresiva, con
increíble abundancia. Además, en un proceso reflexivo, el extraordinario músico
también había descubierto la capacidad de la música para expresar el realismo
mediante la interpretación dramática y a través de una infinita variedad de
motivos. Y todo esto en medida mucho mayor que Gluck y todos sus sucesores.
Había, sin embargo, algo fundamental que estaba tan poco expresado en las obras
y creaciones de Mozart, que las potentes oscilaciones de su genio dejaron
intacta la armazón formal de la ópera: volcó en las formas poéticas el torrente
de fuego de su música; pero aquellas eran incapaces de sujetar ese torrente,
por lo cual éste se evadió de las mismas, obedeciendo a su deseo natural de
librarse siempre de toda traba, ensanchándose hasta que volvemos a encontrarlo,
transformado en un potente mar, en las sinfonías de Beethoven”
(“Ein Ende in Paris”,
1841)
¡Cuánto nos acerca el elemento maravillosamente expresivo de la música al
supremo escalón imaginable de la perfección artística! Ella ennoblece al más
vulgar de los seres que esté ejecutando música de tal modo que, aquel que por
lo general se muestra atento a los motivos más fútiles, cae en un evidente
éxtasis que lo eleva muy por encima de su propia naturaleza. ¡Qué bello, qué
importante, qué decisivo para toda la cultura que la humanidad anhela, es poder
dirigir y dominar, desde este elemento, la dirección de sus percepciones,hasta
su consciente sensibilidad y pensamiento.
(Carta a Ludwig II del 2 de diciembre de 1860)
En su soledad, la música ha creado un órgano capaz de la más extraordinaria
expresión: la orquesta. El idioma de Beethoven , introducido en el
drama por la orquesta, es una circunstancia esencial, nueva para la obra de
arte dramática… La orquesta representa, por decirlo así, el fondo de un
sentimiento inacabable y general del que puede nacer el sentimiento individual
de cada artista en suprema abundancia: disuelve, en cierto modo, el fondo
rígido, inmóvil de la escena verdadera en una superficie líquida, blanda,
flexible, impresionable, etérea, cuya base inmensurable es el mar del
sentimiento mismo.
(“Das Kunstwerk der Zukunft”, 1860)
La grandeza del poeta puede, en realidad, medirse mejor por lo que calla,
tratando asimismo de que no diga callando lo inexpresable. El músico es el que
ahora nos hace escuchar, en vivas melodías, lo inexplicado. Y la forma
infalible de su silencio altisonante es la melodía infinita.
Necesariamente el sinfonista no podría configurar esta melodía sin valerse de
su instrumento particular; este instrumento es la orquesta. Pero no
necesito recalcar que deberá emplearlo de manera muy distinta del compositor de
óperas italiano, en cuyas manos la orquesta no era más que una guitarra
monstruosa para acompañamiento de un aria.
Con el drama en que he pensado, se hallará la orquesta en una relación parecida
a la que tenía el coro trágico de los griegos frente a la acción dramática.
Éste se encontraba siempre allí; ante sus ojos se exponían los motivos de la
acción precedente; él trataba de indagar esos motivos y, sobre la base de
ellos, se formaba un juicio sobre las acciones. Pero este coro participaba, en
general, de modo reflejo, permaneciendo extraño a la acción como también a sus
motivos.
La orquesta del sinfonista moderno estará, en cambio, tan íntimamente
relacionada con los motivos de la acción que, por un lado, facilitará la
expresión definida de la melodía actuando como armonía personificada, mientras
que, por otro lado, mantendrá la armonía en ininterrumpido movimiento,
comunicando así al sentimiento los motivos, con insistencia convincente.
(“Zukunftsmusik”,
1860)
La
nueva forma de la música dramática debe presentar la unidad sinfónica
para que, como música, vuelva a constituir una obra de arte. Y esto se logra si
ella se extiende sobre todo el drama, en íntima conexión, y no solamente sobre
partes aisladas elegidas arbitrariamente. Esta unidad se presenta en un tejido
de temas fundamentales que se extienden a través de toda la obra de arte y que
separan, enfrentan, complementan y combinan nuevamente, como ocurre en la
composición sinfónica, sólo que aquí es la acción dramática la que dicta las
leyes mientras que originariamente provenían de los movimientos de la danza.
(“Opera und Drama”, 1851)
Con referencia a esta obra (Tristan und Isolde), admito que se formulen
las más severas exigencias que emanan de mis afirmaciones teóricas. No porque
la haya configurado según mi sistema, sino porque en ella he procedido por fin
con absoluta libertad y completa desconsideración hacia cualquier
reparo teórico, de modo que, durante la representación, pude darme cuenta en
qué medida sobrepasé mi sistema. Créame usted: no hay satisfacción mayor que
esta desaprensión que yo he experimentado al crear mi Tristán.
(“Zukunftsmusik”, 1860)
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