miércoles, 1 de mayo de 2013

WAGNER POR WAGNER - Introduciendonos en el Bicentenario


                Solamente veo que el estado normal de mi naturaleza es la exaltación, mientras que la calma común es su estado anormal. Efectivamente, sólo me encuentro bien cuando estoy “fuera de mí”: entonces estoy todo conmigo. Si Goethe era distinto, no lo envidio por eso, como tampoco quisiera cambiarme con nadie. Cuando compongo, todo lo que anoto es superlativo”.
               (citado por H. Unger en “Lebendige Musik in zwei Jahrtausenden”)

                Es difícil imaginarse claramente en qué forma la música ha dispuesto, desde siempre, su poder especial frente al mundo de los fenómenos. Debemos suponer que la música de los helenos traspasaba íntimamente ese mundo y que se mezcló con las leyes de su perceptibilidad. Los números de Pitágoras sólo serían perceptibles mediante la música. Según las leyes de la euritmia edificaba el arquitecto; según las de la armonía conformaba el escultor la figura humana; las reglas de la melodía transformaban al poeta en cantante y, a partir del canto coral, se proyectó el drama sobre el escenario.
                En todas partes vemos la ley interna, sólo comprensible por el espíritu de la música, dirigiendo la ley externa que ordena el mundo de la intuición. En el auténtico estado dórico antiguo que Platón tratara de perpetuar mediante la filosofía en aras del concepto, la organización guerrera y la batalla, eran dirigidas por las leyes de la música con la misma seguridad que la danza. Pero el paraíso se perdió: aquella fuente primera del movimiento de un mundo llegó a agotarse. Éste se movía –como la bola después del impulso inicial- en el torbellino oscilatorio radial, pero sin que dentro de ella obrase fuente impelente alguna. Pero cuando ese impulso cesó tuvo que paralizarse también el movimiento. Y sería así hasta que el alma del mundo fuese resucitada.
                El espíritu del cristianismo resucitó el alma de la música. Ésta transformó el ojo del pintor italiano y entusiasmó su vista instándola a penetrar  a través de la simple apariencia de las cosas hasta su alma, hasta el espíritu del cristianismo ya presente en la Iglesia. Los grandes pintores eran casi todos músicos y el espíritu de la música es el que nos hace olvidar qué es lo que estamos viendo cuando permanecemos absortos frente a sus santos y mártires.
                                                                                                                         (“Beethoven”, 1870)


                Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven, igualmente en sus discípulos y apóstoles. Creo en el Espíritu Santo y en la verdad del arte único e indiviso. Creo que este arte emana de Dios y que vive en los corazones de todos los hombres iluminados. Creo que quien se ha regalado una vez con los sublimes placeres de este elevado arte, deberá serle adicto eternamente y que jamás podrá renegar de él. Creo que todos alcanzarán la salvación mediante este arte y que, por consiguiente, a cada cual le será permitido morirse de hambre por él. Creo que en la tierra fui un acorde disonante que será disuelto de inmediato por la muerte en forma magnífica y pura.
Creo en un Juicio final que castigará terriblemente a aquellos que se atrevieron a lucrar con este con este arte elevado y puro, a los que lo vejaron y deshonraron por maldad del corazón e indignas ansias sensuales. Creo que serán condenados a escuchar eternamente su propia música. Creo, en cambio, que los discípulos fieles al divino arte estarán radiantes, en un divino tejido de armonías iluminadas por el sol, reunidos con el divino manantial de todas las armonías para la eternidad. Que me sea deparado un destino clemente. ¡Amén!
                                                                                                      (“Ein Ende in Paris, 1841”)
                (Mozart) Lo más importante y decisivo para la música lo realizó indudablemente en el campo de la ópera; pero no llegó a influir con plena autoridad poética en la configuración de la misma, sino que realizó únicamente lo que le resultaba posible según la mera capacidad musical –recogiendo inalterada la intención poética tal cómo y dónde la encontraba- con tal abundancia que, en ninguna de sus composiciones puramente musicales y tampoco particularmente  en las instrumentales, hallamos tanta riqueza y tan desarrollada como en las óperas.
                La grande, noble y sensible candidez de su instinto puramente musical –es decir, la posesión de la esencia de su arte- hasta le impidió producir, como compositor, efectos preciosos de poesía opaca e insignificante. ¡Qué poco sabía éste –el más dotado de todos los músicos- de la destreza de nuestros modernos fabricantes de música, que erigen brillantes y relumbrantes torres musicales sobre un fundamento mísero, indigno, y que simulan éxtasis y entusiasmo allí donde toda la poesía es hueca y vacía, solo para demostrar que el músico es el personaje principal que puede hacerlo todo –hasta de la nada- a semejanza de Dios!
                ¡Oh cuánto amo a Mozart y cuánto lo venero porque no pudo inventar para el Titus una música como la del Don Juan, y para Così fan tutte una como la del Fígaro!. ¡Cuánto se habría deshonrado la música con esto!. Mozart siempre hacía música; pero sólo podía escribir bella música cuando se encontraba entusiasmado. Si es verdad que este entusiasmo debía surgir de lo más íntimo de su ser, es verdad que sólo estallaba, radiante y luminoso, cuando se sentía encendido desde afuera; cuando el genio del amor celestial divisaba, desde adentro, el objeto el objeto enamorable a quien él, olvidado de sí mismo, podía abrazar.
                Y hubiera podido ser el más absoluto de todos los músicos. El que habría resuelto para nosotros desde hace ya mucho tiempo el problema de la ópera, es decir, el que nos habría ayudado a componer el más veraz, el más hermoso y perfecto drama, si hubiese encontrado un poeta al que él, como músico, sólo hubiese tenido que prestar ayuda
                Así Mozart sólo puso al descubierto la inagotable capacidad de la música, capaz de responder a cualquier exigencia del poeta, a sui capacidad expresiva, con increíble abundancia. Además, en un proceso reflexivo, el extraordinario músico también había descubierto la capacidad de la música para expresar el realismo mediante la interpretación dramática y a través de una infinita variedad de motivos. Y todo esto en medida mucho mayor que Gluck y todos sus sucesores.
                Había, sin embargo, algo fundamental que estaba tan poco expresado en las obras y creaciones de Mozart, que las potentes oscilaciones de su genio dejaron intacta la armazón formal de la ópera: volcó en las formas poéticas el torrente de fuego de su música; pero aquellas eran incapaces de sujetar ese torrente, por lo cual éste se evadió de las mismas, obedeciendo a su deseo natural de librarse siempre de toda traba, ensanchándose hasta que volvemos a encontrarlo, transformado en un potente mar, en las sinfonías de Beethoven”
                                                                                                                (“Ein Ende in Paris”, 1841)

                ¡Cuánto nos acerca el elemento maravillosamente expresivo de la música al supremo escalón imaginable de la perfección artística! Ella ennoblece al más vulgar de los seres que esté ejecutando música de tal modo que, aquel que por lo general se muestra atento a los motivos más fútiles, cae en un evidente éxtasis que lo eleva muy por encima de su propia naturaleza. ¡Qué bello, qué importante, qué decisivo para toda la cultura que la humanidad anhela, es poder dirigir y dominar, desde este elemento, la dirección de sus percepciones,hasta su consciente sensibilidad y pensamiento.
                         (Carta a Ludwig II del 2 de diciembre de 1860)

                En su soledad, la música ha creado un órgano capaz de la más extraordinaria expresión: la orquesta. El idioma de Beethoven , introducido en el drama por la orquesta, es una circunstancia esencial, nueva para la obra de arte dramática… La orquesta representa, por decirlo así, el fondo de un sentimiento inacabable y general del que puede nacer el sentimiento individual de cada artista en suprema abundancia: disuelve, en cierto modo, el fondo rígido, inmóvil de la escena verdadera en una superficie líquida, blanda, flexible, impresionable, etérea, cuya base inmensurable es el mar del sentimiento mismo.
                                                                                               (“Das Kunstwerk  der Zukunft”, 1860)

                La grandeza del poeta puede, en realidad, medirse mejor por lo que calla, tratando asimismo de que no diga callando lo inexpresable. El músico es el que ahora nos hace escuchar, en vivas melodías, lo inexplicado. Y la forma infalible de su silencio altisonante es la melodía infinita.
                Necesariamente el sinfonista no podría configurar esta melodía sin valerse de su instrumento particular; este instrumento es la orquesta. Pero no necesito recalcar que deberá emplearlo de manera muy distinta del compositor de óperas italiano, en cuyas manos la orquesta no era más que una guitarra monstruosa para acompañamiento de un aria.
                Con el drama en que he pensado, se hallará la orquesta en una relación parecida a la que tenía el coro trágico de los griegos frente a la acción dramática. Éste se encontraba siempre allí; ante sus ojos se exponían los motivos de la acción precedente; él trataba de indagar esos motivos y, sobre la base de ellos, se formaba un juicio sobre las acciones. Pero este coro participaba, en general, de modo reflejo, permaneciendo extraño a la acción como también a sus motivos.
                La orquesta del sinfonista moderno estará, en cambio, tan íntimamente relacionada con los motivos de la acción que, por un lado, facilitará la expresión definida de la melodía actuando como armonía personificada, mientras que, por otro lado, mantendrá la armonía en ininterrumpido movimiento, comunicando así al sentimiento los motivos, con insistencia convincente.
                                                                                                                   (“Zukunftsmusik”, 1860)

                La nueva forma de la música dramática debe presentar la unidad sinfónica para que, como música, vuelva a constituir una obra de arte. Y esto se logra si ella se extiende sobre todo el drama, en íntima conexión, y no solamente sobre partes aisladas elegidas arbitrariamente. Esta unidad se presenta en un tejido de temas fundamentales que se extienden a través de toda la obra de arte y que separan, enfrentan, complementan y combinan nuevamente, como ocurre en la composición sinfónica, sólo que aquí es la acción dramática la que dicta las leyes mientras que originariamente provenían de los movimientos de la danza.
                                                                                                              (“Opera und Drama”, 1851)

                Con referencia a esta obra (Tristan und Isolde), admito que se formulen las más severas exigencias que emanan de mis afirmaciones teóricas. No porque la haya configurado según mi sistema, sino porque en ella he procedido por fin con absoluta libertad y completa desconsideración   hacia cualquier reparo teórico, de modo que, durante la representación, pude darme cuenta en qué medida sobrepasé mi sistema. Créame usted: no hay satisfacción mayor que esta desaprensión que yo he experimentado al crear mi Tristán.
                                                                                       (“Zukunftsmusik”, 1860)

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