viernes, 10 de mayo de 2013

DELIA RIGAL


                 (Buenos Aires, 6 de octubre de 1920 – Long Island, 8 de mayo de 2013)

            Delia Rigal formó parte de mi vida desde que era muy chico y está entre mis más antiguos recuerdos. Las dos placas de 78 que había en mi casa –me gustaba especialmente la despedida de Wally- integraban ese mundo fantástico en el que me sumergía casi a diario y que terminó ganándome para esta maravillosa locura en la que vivo.
            Cuando se hablaba de ópera era casi inevitable que se hablara de ella; de su figura estatuaria, majestuosa, de cómo dominaba la escena, de su voz, de su Violetta –de la que alguien decía que era la mejor que había visto en el Colón después de la Muzio y que fue el papel con el que debutara en la Scala-. Mi padre, al que no le interesan las voces sino las obras, quedó tan impactado con “Simon Boccanegra” que decidió volver a verla y le tocó presenciar el debut de Delia en un rol central y afirma que fue superior –y mucho más aplaudida- que la Milanov.
            Yo tenía tres años y, escuchando las transmisiones radiales, mi abuelo –que era un conversador cautivante-  me introdujo en la mitología griega al narrarme el mito de Alcestes y, al año siguiente, me habló de la Revolución Francesa y me leyó “La jeune captive” de André Chénier y, unos meses después, me contaba cosas sobre Sem Benelli, al que había llegado a conocer en Italia. No sé si escuchábamos las transmisiones completas o sólo un poco. Llegué a conocer “Alceste”, “Andrea” y “Amore dei tre re” un poco más tarde,  pero esas son las primeras introducciones en el mundo humanístico de las que tengo memoria. Y Delia estaba allí como fondo, enmarcando mis tempranas incursiones en la cultura –la de verdad, la que debería llevar mayúscula-.
            Lamentablemente, no pude nunca disfrutarla sobre un escenario. Ese odio infame que cierta parte de la sociedad argentina tiene por quienes piensan distinto –que arranca desde la mismísima Primera Junta y que hoy seguimos viviendo- hizo que la infamia encaramada en el poder la incluyera en su lista negra de indeseables y que esa Fiora de julio de 1955 fuera lo último que cantara en su escenario. Porque el Colón era de Delia y Delia era del Colón. Muy joven –veintiún años si las fechas son correctas- se adueñó de él y en él gobernó por derecho propio durante trece años. Allí se montaron títulos pensando especialmente en ella: “Oberon”, “Thaïs”, todos los grandes Glucks. No importó lo que hubiera aportado para la gloria del Teatro, la muerte civil le fue impuesta como a otros tantos artistas. Delia se radicó definitivamente en Nueva York, en cuyo viejo Met debutara en 1950 especialmente elegida por Rudolph Big –que quedara impactado por su Desdemona  en el Palais Garnier, junto a Max Lorenz y Paul Schöffler- para acompañar a Björling en la exhumación del “Don Carlo”. En ese Met –y en las giras de la compañía- llegó a cantar más de un centenar de funciones hasta su despedida en 1957.

            Su carrera no fue larga pero se basó únicamente en grandes roles –salvo dos muy breves que cantó cuando aún era estudiante-. Tampoco cantó en muchos teatros. Su carrera se centró en los escenarios del Colón y el Met. Fuera de ellos se presentó en la Scala y las dos Óperas parisinas.
            La conocí hacia fines de los ochentas y casi inmediatamente nos caímos bien. Comenzamos a llamarnos con cierta frecuencia y terminamos siendo buenos amigos. Era una persona absolutamente desbordada en todo: en sus ademanes, sus comentarios, sus reproches. Todo ello hacía pensar en una versión femenina de Júpiter Tonante. ¡Y su risa!. Se reía con fruición y con todo el cuerpo. Amaba la música y, particularmente el canto, con verdadera pasión. Soñaba con un Colón lleno de cantantes locales de primera línea y no escatimaba clases, consejos y seguimiento a quienes creía merecedores de serlo.
            Compartíamos el odio por el calor. Por eso perseguía al frío pasando parte del año acá y la otra en Nueva York. Recuerdo reuniones con mucha gente y algunos encuentros más íntimos en su hermosa casa de Flores en la que había un bellísimo patio andaluz. Después debió mudarse a un departamento frente al edificio de Obras Sanitarias y fue espaciando sus visitas. Primero por problemas de salud de Tony, su esposo, y luego de ella misma. Recuerdo una conversación telefónica en 2008 donde se lamentaba de que a su hijo no le daban permiso en el trabajo para acompañarla a celebrar el centenario del Colón, ya que no le permitían viajar sola.
            Amaba la vida y la vivió con intensidad. Gustaba de los amigos y sabía construír una amistad. Diva en todo momento, mal hablada, tierna, buena confidente, buena oyente de cuentos subidos de tono, parca narradora de anécdotas –pero cuando lo hacía eran impagables-, espléndida anfitriona, conocedora de los placeres de la buena mesa. Así
–entre muchas otras cosas- era la Delia que yo conocí y esa es la que voy a recordar hasta que me toque develar el gran enigma que ella ya ha develado. La artista, para mí, queda en un segundo plano.

                                                                  Roberto Luis Blanco Villalba
                         


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