jueves, 23 de abril de 2015

MUY MEDIOCRE Y LAMENTABLE INICIO DE LA TEMPORADA LÍRICA

“Werther”, ópera en cuatro actos de Jules Massenet con libreto de Édouard Blau, Paul Milliet y Georges Hartmann basado en la novela epistolar “Die Leiden des jungen Werther” de Johann Wolfgang Goethe.
Mickael Spadaccini (Werther), Anna Caterina Antonacci (Charlotte), Hernán Iturralde (Albert), Jaquelina Livieri (Sophie), Alexander Vassiliev (El Bailli), Fernando Grassi (Johann), Santiago Burgi (Schmidt), Norberto Marcos (Bruhlmann), Cecilia Pastawski (Kätchen).  Coro de Niños y Orquesta Estable del Teatro Colón.  Director: Ira Levin.  Director del Coro: César Bustamante. Puesta en escena, escenografía, vestuario  e iluminación: Hugo De Ana.
Teatro Colón. Función del 17 de abril de 2015 (abono nocturno tradicional)
         “Werther” no es sólo una espléndida obra, es ni más ni menos que una de las tres más geniales y absolutamente perfectas de las óperas francesas (junto a “Carmen” y “Pélleas et Mélisande”). Si bien Massenet no era ni siquiera algo parecido a un genio, fue un estupendo músico que abrió caminos y que, junto a Chausson y Fauré, influyó nada menos que a Claude Debussy. Pero si bien no fue un genio, escribió una ópera absolutamente genial (tal como ocurriría en Italia con Mascagni). No es casual su contemporaneidad con “Cavalleria rusticana” (“Werther” fue compuesta con pocos meses de diferencia). Ambas son una respuesta al fin de una época y ambas reflejan este cambio de acuerdo a sus nacionalidades y edades. El italiano responde a la vieja tradición verdiana con toda la vehemencia de un veinteañero, haciéndola añicos y mostrando que ya no podía volverse atrás (el mismo Puccini debió torcer su rumbo entroncado hasta “Manon Lescaut” en la línea trazada por Catalani y la Scapigliatura). Massenet, en cambio, no fuerza el cambio y elige ir más allá dentro de la tradición dándonos la que, probablemente, sea la mejor ópera posromántica que se haya escrito (Strauss es otra cosa)

      

            Nada en “Werther” ha sido librado al azar y todo está perfectamente calculado. La evolución del personaje central está perfectamente descripta al irse desarrollando en cada uno de los cuatro actos. No hay música superflua, toda ella se encamina a mostrarnos el cambio de este joven inocente (que se extasía ante la belleza de la naturaleza y se enamora de Charlotte de tal manera que este amor será la única razón de su vida) hasta la desesperación que lo llevará al suicidio final. Este cambio debe mostrarse lentamente (alguien totalmente ignaro escribió que la ópera recién comienza en al acto tercero) y Massenet lo logra magistralmente. De allí la diferencia (sutil y a la vez notable)  que muestra cada acto. El primero es sutil, dulce y casi etéreo; describiendo el nacimiento de los sentimientos del protagonista en medio de un ambiente típicamente burgués. En el segundo la angustia va creciendo hasta que culmina en el que yo considero el momento central de la obra, el monólogo “Lorsque l’enfant” en el que lo que comienza como casi una plegaria finaliza en un atormentado clima que ofrece la visión de un Werther casi desquiciado que hace que su decisión final no nos resulte en absoluto gratuita; noten como tanto la parte vocal como la orquestal van en un crescendo musical y emocional que, literalmente, explota en el Si del primero de los tres “Appelle –moi”. No es un agudo escrito porque sí o para el lucimiento del tenor, es la culminación musical y dramática de alguien que en ese momento toma la decisión de acabar con su vida si las cosas no salen como desea. Los dos actos siguientes son la consecuencia directa de los planteos musicales y psicológicos de este momento y por eso pueden resultar más “fáciles y directos”.
           
            Charlotte (que en el original goethiano casi no es otra cosa que un nombre) adquiere en la ópera una presencia más importante, pero siempre en un segundo plano de la figura central. No estoy para nada de acuerdo con lo dicho por Hugo De Ana, en un reportaje publicado no recuerdo en qué diario, cuando afirma que ella es una víctima. Afirmar semejante cosa (que, por otro lado, no llegó a plasmar en su mediocrísima puesta –la misma obra se lo impediría-) es no sólo no entender sino desconocer el libreto e, incluso, la novela original. Más que víctima es victimaria. Es ella que vive dando esperanzas a Werther a través de cartas, medias palabras dichas en breves encuentros (segundo acto) y empujándolo a una supuesta felicidad tras el “Pouquoi me réveiller” para cortarla abruptamente tal cual la célebre gata del dicho porteño.



            El Colón no ha ofrecido un sólo “Werther” completamente bueno en los últimos cincuenta años. Vi esta ópera por primera vez cuando tenía catorce años, en 1965, y fue la única realmente válida que haya apreciado hasta el momento. En medio de una puesta absolutamente tradicional, Crespin y el australiano Albert Lance dirigidos por el gran Jean Fournet ofrecieron una interpretación realmente memorable, de lo que puedo dar fe ya que no son sólo recuerdos porque poseo la grabación. Catorce años debieron pasar para que el Teatro volviera a ofrecer el título en una versión que hubiera pasado a la historia sino fuera porque se sustituyó a la Obraztsova por una de los Ángeles en un estado calamitoso tanto vocal como escénicamente. Los de 1987 contaron con un calante Luis Lima afectado por una de sus recurrentes alergias y un ignoto y olvidable Neil Wilson como protagonistas junto a una impresentable Clara Takacs emitiendo extraños sonidos similares a mugidos. En 1991 tuvimos a Alfredo Kraus (a mi juicio excesivamente parco tanto expresiva como escénicamente) con una inexistente Charlotte y varios elementos locales que (salvo Philibert) no estuvieron a la altura de las circunstancias. Las cosas anduvieron mucho mejor un par de años después con unas reposiciones de verano con elenco nacional, especialmente las protagonizadas por Eduardo Ayas y Alicia Cecotti. Muy despareja (Diemecke aparte) la ofrecida en 2007 en el Coliseo.
            La versión de este año resultó, a lo más, mediocre. Hay toda una serie de inoperancias por parte de la Dirección del Teatro en torno al protagonista, con un Darío Lopérfido mostrando una vez más no tener idea de lo que es el Colón y mostrando, también una vez más, su incapacidad de gestión (igual que cuando formaba parte del gobierno de la Alianza). No voy a entrar en detalles ahora pero si hay que buscar un culpable de la mediocridad que se ha visto todos conocemos su nombre. Los remito a que bajen unas cuantas líneas y lean en este mismo blog la nota que publiqué con fecha 7 de abril.   




            Comencemos por el protagonista. Mickael Spadaccini es un joven tenor belga (valón a juzgar por su nombre) de voz agradable y cierta prestancia escénica. Sus virtudes acaban allí. Es elemental como cantante y como intérprete. El manejo de su voz es sumamente irregular resolviendo acertadamente algunos retos que al poco rato los encaraba como un mal escolar (tal como hacía Suliotis, pero ella al menos tenía una voz realmente importante y cierto interés dramático). Los dos primeros actos (muy difíciles, por otra parte) le costaron enormemente. Faltó línea en todo momento, el fraseo resultó pobre, quedaba sin aire y debía entrecortar las frases para respirar, los agudos sonaron la mayor parte de las veces estrangulados, el uso del pasaje entró dentro de una aleatoriedad casi increíble, emitió unos extraños pianissimi que se acercaban peligrosamente al falsete, la afinación fue bastante vacilante excepto en el cuarto acto (que no presenta problemas vocales), pulularon las entradas en falso (fundamentalmente en “J’aurais sur ma poitrine”), el “Pourquoi me réveiller” pasó sin pena ni gloria, su uso de la dinámica resultó inexistente, se mostró casi todo el tiempo al límite de sus posibilidades (estando un par de veces al borde del desastre) y no dio el Si del que antes hablé (no es ni una nota extremísima ni es incómoda su escritura, lógicamente para alguien que sepa cantar). Su basto desempeño escénico resultó ampliamente decepcionante. No sabe moverse (y por lo visto De Ana no supo marcarlo) y se lo vio en todo momento incómodo y repitiendo gestos casi ridículos (en el segundo acto pegó un golpe en la mesa para demostrar su furia o angustia interna –vaya a saber Dios qué-, luego otro y después del tercero dejé de prestarle atención porque corría el riesgo de pensar que estaba ante una escena de mal cine mudo). En definitiva, no es otra cosa que un buen comprimario al que se le dio un enorme papel en un gran teatro (algo así como si Piero Di Palma o Ricardo Cassinelli hubieran debido afrontar el Don Alvaro o el Lohengrin).
            Sí hubo buen canto, pero escaso interés, en la Charlotte. Sus cincuenta y cuatro años se notan y le pesan. La belleza de timbre está pero en una voz que suena débil (por momentos casi frágil), que no tiene ni la luminosidad ni la contundencia de hace algo más de veinte años en sus tres gloriosas presentaciones entre nosotros (como Ermione y Poppea y un increíble concierto dirigido por René Jacobs) y existe una cierta debilidad en ambos extremos del registro. El principal problema de Antonacci radicó en su total falta de interés en el rol. Cantó sin decir y cuidando en todo momento su emisión (obviamente conoce sus problemas actuales y los rehuye con absoluta inteligencia). De esta manera nos entregó una interpretación fría y calculada sin mostrar el mínimo destello de sensibilidad.

                 
            Todo lo contrario resultó con Hernán Iturralde. Su Albert fue, de lejos, el mejor que haya visto jamás en vivo o en video. La belleza de su voz, las perfectas emisión y musicalidad, el saber decir cantando y su autoridad escénica nos presentaron a la única figura de la noche de carácter internacional; lo único rescatable de la función, además de los espléndidos Johann y Schmidt de Fernando Grassi y Santiago Burgi (una vez más –como en el “Falstaff” del año pasado- fue una demostración de que si se sabe elegir los cantantes adecuados no existen papeles menores).
            Correcta la Sophie de Jaquelina Livieri, a la que le faltó encontrar las diversas posibilidades del personaje. Su voz es bella, su canto realmente bueno y su presencia escénica desenvuelta y muy agradable; no obstante careció de matices y de cierta picardía que requiere la parte. Al contrario, decididamente malo el Bailli de Alexander Vassiliev. Es increíble su contratación (aunque esta haya sido para el cast del original “Les Troyens”) dado que la voz no es interesante y su desempeño no pasó del de una segunda figura de alguno de los miles teatros europeos de tercera o cuarta categoría (y he estado en algunos de ellos). Por otra parte es el alcalde del lugar, hombre de muy buena posición económica y de cierta cultura, gravísimo error de Hugo De Ana el de vestirlo y hacerlo mover como un tabernero.
            No le tenía mucha fe a Ira Levin en una obra tan llena de sutilezas y pequeños climas cambiantes. No me equivoqué en esto, su “Werther” resutó más alemán que francés. Como siempre, la orquesta sonó de modo impecable y con momentos de verdadera grandeza. La objeción viene en que cuidó demasiado a los cantantes. Es necesario hacerlo, siempre y cuando esto no perjudique a la obra. La estrella en una función de ópera no es el cantante (lamento que todavía exista gente que crea que la cosa es así). Las verdaderas estrellas son la ópera misma y el compositor y el deber de lograr esto radica en primer lugar en el director y luego en el regisseur; son ellos los que deben hacer todo cuanto esté a su mano para alcanzar este objetivo y, en un punto, si los cantantes no pueden deberán  sacrificarlos al mejor resultado final posible. “Werther” no es ni una obra settecentesca ni belcantística. A nadie se le ocurriría reducir la orquesta a un mero papel de acompañamiento en Strauss o Puccini y en este caso debería ocurrir lo mismo. En los diversos momentos puramente orquestales Levin volvió a mostrar toda su capacidad de canto y buen manejo del la Estable (con la salvedad hecha al comienzo del párrafo, aunque también siempre faltó tensión) pero ni bien aparecía un cantante todo sonaba como en una de las viejas grabaciones de Sabajno o de Fabritiis tirando abajo todo el trabajo anterior. A la postre presentó una simple y correcta lectura muy desvaída por los absurdos contrastes surgidos al intentar mezclar la labor de un director de orquesta con la de un maestro acompañante.



                 Hugo De Ana ambientó la acción hacia la fecha de la composición de la obra, lo que ni molestó ni ofreció nada nuevo. Su escenografía fue (como siempre) monumental, pero esta vez muy fría y aséptica –eso sí, excelentemente iluminada-, lo que no ayudó a neutralizar la frialdad y falta de comunicatividad de la versión musical. En cuanto a su trabajo como director de escena sólo puedo decir que prácticamente no existió. Los cantantes fueron dejados librados a su suerte y cada uno hizo lo que pudo. No existió ninguna concepción ni propuesta dramática, jugando siempre dentro de lo que indica la tradición. Y, si nos ponemos en tradicionalistas, ¿se puede saber qué diablos hacían los bailarines en casa del Bailli antes de que la pareja partiera al baile? (y, como esa, demasiadas otras incongruencias). Incluso el uso de los perros y de la bicicleta parecieron un pegote, no como en la excelente realización de David Alagna (que, por otra parte, pareció haber visto más de una vez). Hay dos directores de escena menores (Giancarlo Del Monaco y Emilio Sagi) que en cada nueva puesta caen cada vez en un mayor zeffirellismo totalmente superado; en De Ana noto una vuelta cada vez mayor a los tics de Margarita Wallmann, lo que me resulta sumamente preocupante.
            Un párrafo final para el grupo del Coro de niños. Es increíble la cantidad y variedad de sonidos fijos (sumamente molestos) que lograron desplegar. Evitar esto es uno de los grandes desafíos del director y durante años Sciammarella nos mostró que podían evitarse (y mi reciente y vasta experiencia en Europa me lo confirmó).
            En fin, un comienzo de temporada totalmente olvidable (el público aplaudió pero sin enloquecer) y un desentendimiento (¿por desconocimiento?) de Darío Lopérfido de lo que iba a ocurrir en la presentación. Claro que estamos en año de elecciones y todos sabemos que este personaje totalmente ajeno al medio (salvo como ocasional observador) fue puesto allí para evitar los casi inevitables conflictos que podrían poner en evidencia los serios problemas de gestión, mantenimiento y corrupción o ineficacia existentes en el Teatro desde 2008  y que no convienen ahora que la gente los note.
                                                                        Roberto Blanco Villalba                                                                                                 

                               

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