martes, 24 de junio de 2014

UNA GRAN OBRA EN UN COLÓN COMO EN SUS MEJORES DÍAS DE GLORIA

“Requiem” de Oscar Strasnoy. Ópera en un prólogo y dos actos. Libro de Matthew Jocelyn basado en “Requiem for a nun” de William Faulkner. Encargo del Teatro Colón.
Temple Drake: Jennifer Holloway-Nancy Mannigoe: Siphiwe McKenzie-Gavin Stevens:James Johnson-Gowan Stevens: Brett Polegato-Gobernador: Cristian De Marco-Pete: Santiago Burgi-Carcelero: Damián Ramírez-El juez: Mario De Salvo-Bucky Stevens: Matías Romig. Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Director del coro: Miguel Martínez. Director: Christian Baldini. Dirección de escena: Matthew Jocelyn. Diseño de escenografía: Anick La Bissonière y Eric Oliver Lacroix. Diseño de vestuario: Aníbal Lápiz. Diseño de iluminación: Enrique Bordolini
Teatro Colón. Función del 10 de junio de 2014 (Gran Abono)

    
        El complejo lenguaje de Faulkner no es el más apropiado para ser trasladado al teatro (Camus desbarró estrepitosamente al hacerlo) o al cine (no hay una sola de las adaptaciones de sus obras que valga la pena).
            En este caso, el director de escena canadiense Matthew Jocelyn lo logró ampliamente (¿será que el comentario musical enriquece al libreto?). Lo cierto es que “Requiem” de Oscar Strasnoy es una gran obra en la que el espíritu de Faulkner está presente trascendiendo su visión sureña estadounidense para proyectarse a un drama de culpas y redenciones que bien puede pertenecer a cualquier lugar del mapa (por momentos, de manera muy especial, a nuestro medio –sobre todo algunos lugares del interior donde aún los caciques locales pueden llegar a regir los destinos de familias enteras-).
            La historia es un policial oscuro que no da tregua. La sombra de un pasado siniestro (violación, trata, secuestro, prostitución, droga, dipsomanía) sobrevuela durante toda la obra culminando en el asesinato del bebé de Temple a manos de su nana (la “nun” del título original) para evitar que ésta huya con su amante y destroce su extraña familia (el marido es quien la violó y su tío político quien la secuestró y entregó a un prostíbulo). La culpa de la protagonista, que intenta por todos los medios salvar a Nancy de la muerte, y la de la propia Nancy por el asesinato cometido encuentran su expiación a través del dolor y la tortura interna.
            Strasnoy se nos muestra como un enorme músico, dueño de un oficio verdaderamente soberbio y de una imaginación y lenguajes sumamente personales. No hay en él referencias a múltiples autores como ocurriera con la mediocre “Calígula” que abriera la temporada. Tiene su propio estilo y una personalidad propia, lo que no es poco decir.
            Estamos frente a una verdadera ópera en el auténtico sentido de la palabra, arias incluídas (las de Nancy y, sobre todo, de Temple en el segundo acto son realmente cautivantes). Es teatro musical donde la música no comenta el texto, como en la mayoría de las óperas contemporáneas, si no que lo integra a ella integrándose a él en un trabajo sencillamente estupendo.
            La orquesta está tratada con una delicadeza y refinamiento no demasiado comunes. Sin golpes bajos, y casi sin fortissimi, la tensión es constante y el clima es agobiadoramente insostenible. El uso de células o pequeñas alusiones a gospels, spirituals o blues, junto al uso de armónica, órgano hammond, guitarra eléctrica y acordeón, no condicionan la universalidad de su lenguaje. La escritura es compleja aunque, y esto es un gran mérito del autor, no exige un esfuerzo extra del oyente para su disfrute –que es casi directo-.
            Mención aparte merecen los espléndidos coros –los mejores de toda la historia de la ópera argentina- que no están integrados a la acción y sólo la comentan con textos del Requiem latino, con alguna breve intervención en inglés -idioma en el que se canta la obra-. Por eso me pareció genial que se lo ubicara por sobre la escena y con partitura en mano, como es costumbre en los oratorios, permaneciendo en la oscuridad y discretamente iluminado en sus intervenciones.
            Conozco casi sesenta óperas nacionales (la mayoría por haberlas visto y otras a través de grabaciones o partituras) y puedo asegurar, sin riesgo a equivocarme, que la mayoría no posee valores reales. Creo que sólo hay dos óperas absolutamente válidas: “La ciudad ausente” y “Bomarzo”, junto a otras tres algo inferiores pero muy buenas: “El caso Maillard”, “Antígona Vélez” y “Don Rodrigo”. “Requiem” merece estar junto a las dos primeras como verdadera cima de nuestra producción lírica.
            El motivo de mi tardanza en publicar esta crítica radica en que no quise apresurarme y dejarme llevar por primeras impresiones. La vi tres veces y me hice de una copia de audio pirateada durante una de las funciones dedicándome a escucharla concienzudamente no menos de dos veces.
            No inferior a la obra resultó la impecable y perfecta versión. Todos los cantantes, sin excepción alguna, estuvieron magníficos. Se destacaron las dos mujeres.
Jennifer Holloway y Siphiwe McKenzie realizaron ambas una labor excepcional, mostrando la segunda un envidiable material de soprano ligera con agudos claros e impactantes. Ninguno de los cantantes quedó librado a su suerte y fueron movidos con mano experta y segura por el propio libretista, que aquí se reveló como un gran director de escena. Hubo teatro del bueno, donde todo fluyó naturalmente y sin caer en recursos baratos.
            Muy bello y efectivo –además de práctico- el marco escénico de la dupla La Bissonière/Lacroix impecablemente iluminado por Enrique Bordolini y, una vez más, Aníbal Lápiz demostró que no tiene rivales como nuestro mejor vestuarista.
            Es la primera vez desde la inexplicada partida de Peter Burian que el Coro no demostró falencias y lució ese sonido mórbido que tanto se extrañaba.
            Impecable la Orquesta Estable dirigida por un segurísimo e interesante Christian Baldini.
            Muy bueno el programa de mano con un excelente artículo de Sebastiano De Filippi.
            Éste es el nivel que aspiro que tenga el Colón, como el de sus mejores épocas.


                                   Roberto Luis Blanco Villalba

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