Por Daniel Alejandro Gómez. ("Filomusica", abril de 2006)
INTRODUCCIÓN
La relación de la música occidental con esferas de lo extramusical viene de antiguo. Desde la época de Pitágoras y su armonía de las esferas, creyendo que el mundo era número y la música, la más científica de las bellas artes, tenía relación con el número, poseemos constancia de las trascendencias de la música, de su posibilidad de coyuntarla con otras esferas: en el caso pitagórico, el cosmos matemático; en el caso humano, el que nos interesa, veremos cómo la música se eleva por sobre sí misma o se junta con las palabras, con el lirismo literario. Desde que el mundo, en Pitágoras y los pitagóricos, era música y número, se inicia, pues, algo así como un legado filosófico-místico, respecto a la música y sus plausibles relaciones, que retomarían los muy místicos, también, primeros teóricos románticos, muy interesados en la música pura, en la instrumental, pero cuyos compositores, y ahora sí ingresando a lo que nos ocupa en este artículo, creerían en la cualidad verbal de la música.
Para hacer un breve repaso, antes del romanticismo y sus hitos músico-verbales, de algunos de los eventos más importantes de la música y la palabra occidentales, hemos de ir más atrás, por ahora introductoriamente, para ir viendo cómo se fue preparando la intensidad tanto musical como literaria de los liederistas, de Wagner, de la música de programa…
Revisando, pues, los orígenes del verbo y la música occidentales, tendremos en cuenta a la fuerte unión de la música y la poesía en la lírica griega, y en los cantares populares y también en los sofisticados trovadores provenzales, ambos en el medioevo. En estas manifestaciones se veía, lo mismo en el caso del pueblo y sus romances o canciones de labor y fiesta, a la música y a la letra fundidas como algo natural. La música pedía a la letra y la letra y el habla pedían a la música, como en los antiguos rituales de los quehaceres rítmicos en la labor rural. Sin embargo, esta naturalidad iría sofisticándose, teorizándose, pasando por la ópera, hasta llegar al romanticismo, los ensayos wagnerianos y las elucubraciones de la música de programa. En cuanto a la ópera, en efecto, y ya en ámbitos letrados, hubo unos comienzos de elaboraciones filológicas y fabulistas en la misma, pero el melodrama, luego de la popularidad con el auge del teatro musical, se decantó por el lucimiento de la formalidad vocal, prescindiendo casi de todo interés en el significado dramatúrgico. De estas disciplinas genéricas, pues- incluyendo a los vocalismos religiosos, sean protestantes como católicos, a la verborragia música de carácter eclesiástico en fin, y de la que prescindiremos en estos pensamientos en vista de la profanidad del lenguaje musical romántico-, diremos que no inspirarían en gran medida a la trabazón romántica entre las letras y la ciencia y arte musical; es ella, por el contrario, una conjunción tan vehemente en la época romántica que nos centraremos en su análisis, cuando la música y la palabra parecen hermanarse más fuertemente que nunca, hasta mediados y finales del siglo XIX, en épocas del poema sinfónico y la cumbre romántica y el arte total: Wagner.
Y además de dicha obra de arte total, pues, veremos que el sentido trascendente y espiritual, digamos, de la expresión programática alude a una especie de misticismo semejante al de los filósofos pitagóricos, pero en la forma de la sugerencia lírica verbal.
Haciendo, entonces, una especie de breve arqueología humanística, desplazaremos el foco cronológico hasta llegar al romanticismo- época artística en la que su fraternal sentido de la música y de la palabra le otorga una clara diferencia con otras épocas o periodos de la música- y los ejemplos antes citados.
ALGUNOS ANTECEDENTES
Para empezar, en la antigua Grecia, una buena base paidética se realizaba tanto en la música como en la gimnasia. Pero debemos aclarar que, para los antiguos griegos, la música y la poesía estaban íntimamente unidas; por lo tanto, decir música era lo mismo que decir poesía, y a la inversa. Aunque los griegos, con su fuerte raigambre racional, se dieron a explicaciones sistemáticas de dicha fusión, las implicaciones absolutas, trascendentes o místicas de número y música, en cambio, absorbieron como ya dijimos a los pitagóricos, indagando ellos en la ilustre raíz matemática y mistérica de la música. La antigua poesía griega, entonces, uno de los pilares fundantes de las letras, de la palabra occidental, uniría estas dos esferas sonoras: poesía y música. Serían los círculos cultos y letrados los encargados de llevar a cabo esta estética, que sin embargo adopta la naturalidad popular de la dualidad lírica entre música y palabra. En cuanto al acervo instrumental, los importantes poetas monódicos o corales utilizarían para su música instrumentos de acompañamiento cordófono. Y, por fin, a la lírica griega antigua, dentro de la Hélade jónica, debemos agregar al supuesto y epopéyico Homero; al real, o, tal vez, a la imagen más o menos fabulada que la tradición nos ha legado. Él era un rapsoda, es decir un recitador, que en sus relatos canónicos presenta a los músicos y literatos áulicos, los aedos, entonando sus obras ante la cortesanía aquea.
El tiempo pasó. La música y las palabras encontrarían una ligazón en la época seminal de las naciones y estados europeos. En la Edad Media, los trovadores, aunque más refinados, musical y literariamente, que los hazañosos cantares de gesta de los que hablaremos brevemente, también se volcarían en la música y la literatura a un tiempo. Su refinada semántica, de ideología platónicamente erótica, prescinde más para la historia estética, sin embargo, de la música que de la literatura. Pero su elaborado profanismo musical de carácter amoroso, ante el canto gregoriano, y su lírica que influenció a las poéticas de toda Europa, incluido el humanismo petrarquista, hicieron una doblez que ha quedado en la historia y en el espíritu erótico occidental. Los grandes cantares nacionales, por otra parte, cuya génesis formal es discutida- si como breves poemas líricos agregados en la labor del tiempo, o como monumentos épicos pergeñados de un tirón-, tendrían una función musical mucho más natural que la poética griega o provenzal, y ello por su popularidad melódica, musicalizable. En la plaza del burgo, o en la aldea, serían recitados, en forma salmodiada, cantares como el Cantar del Mío Cid; y los romances o baladas también utilizarían el corpus lírico verbal para el canto, para la melodía popular. Una melodía popular, debemos aclarar, sin embargo, que no tendría tanto auge histórico-musical como la pieza liederística romántica; ésta ya con la carga implícita de una renovación teórico-práctica posmedieval en su música, con todo un formalismo musical que se fue enriqueciendo hasta comienzos del romanticismo del XIX, hasta llegar a las teorías verbalistas en la música, a mediados de dicho siglo.
Vistos los ejemplos más lejanos, debemos anotar lo más evidente de la música vocalizada, de la lírica música: la ópera.
En la música y la palabra, la ópera italiana, nacida de la intelectualidad florentina de finales del renacimiento, con una gran importancia del humanismo verbal de entonces, tendría una apoyatura de índole lingüístico eminente, dejando a la música muy por detrás en sus comienzos. Sin embargo, con el tiempo, con la popularización de la ópera, el verbo, de ser verbo para el significado en ámbitos puramente literarios, pasa a tener, digamos, una semántica en pro de la autonomía musical, con los ornamentos cada vez más barrocos del canto operístico castrato. Luego, en las épocas de Bellini, Donizetti y Rossini, el canto seguiría teniendo importancia, pero siempre más en su línea musical antes que en su mixtura lírico-verbal; como significado en cuanto a la formalidad musical por encima de su sentido puramente lingüístico, de una acción teatral significativa.
LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Ya en épocas modernas, al fin, y dentro de un contexto extramusical donde la Revolución Francesa y la Revolución Industrial estaban cambiando el mundo, surgen, ante el industrialismo y el racionalismo imperantes, teorías que reaccionan, en un aspecto más que nada cultural, ante el mundo frío y maquinal en el que se encontraban. Ellas elevarían a la música, hasta entonces en una calidad de expresión de arquitectura invisible, inasible para la episteme filosófica, a una dignidad desconocida y rica: la música como el arte característico del siglo XIX. Podemos encontrar el augurio de la música instrumental como la música pura y absoluta en los teóricos y críticos musicales del primer romanticismo, como Hoffmann. En efecto, Hoffmann, Wackenroder, Schopenhauer, etc, proponían que la música, en su pureza, sin turbación alguna del lenguaje cantado o recitado, en general era lo ideal artístico para una relación con algo trascendente. Los románticos, con su avidez por lo ilimitado y lo infinito, ante la proporción y orden de los clásicos, proponían entonces esta afección negativa hacia la palabra de la música.
Sin embargo, la práctica musical del romanticismo era distinta de sus literatos y filósofos teóricos. En el primer romanticismo de Schubert, cuando los clásicos todavía se oían en las formas algo conservadoras de sus sinfonías, se adoptó todo el bagaje vocal liederístico que se había propiciado en el siglo anterior, y se le confirió la riqueza de un legado de características muy populares y cultas a la vez. Desde entonces, muchos compositores románticos, influidos por su interés en la literatura, practicarían el género liederístico. Recordemos que el lied es una canción alemana, o más bien germánica, de característica brevedad, e íntima e intensa emoción, muy plausible para su expresión vocalizada. Música y palabra encuentran, pues, su primera plasmación canónica posclásica en este género, cuando importantes poetas del canon alemán son musicados por el pianismo romántico, como Heine y Goethe.
Debemos decir, además, que Schubert-gran amigo de escritores como el dramaturgo Grillparzer- y sus seguidores, como Schumann, quien en algún momento pensó en seguir la carrera literaria, abogaban en estas piezas pianísticas con canto sobre la cuestión literaria en la música; pero su elaboración teórica era casi inexistente ante las elucubraciones filoverbales de mediados del siglo. El piano y la palabra liederísticas llevaban, más que nada intuitivamente y sin muchos planteamientos sesudos, a los oyentes a lo más romántico del alma alemana, con sus paisajes boscosos y níveos. De tal modo que el lied, persistente, fue un género muy popular hasta finales de siglo, en época del último Brahms. Pues este desafío de la práctica afín a los elementos literarios ante la teoría instrumentista y pura, ante la mera intención intelectual del contexto cultural de los inicios románticos, se vería continuado en diferentes aspectos del siglo XIX musical; aunque en dicha época la acostumbrada, la casi natural conjunción de la música y las letras, tendría, ahora sí, continuaciones más sofisticadas desde el punto de vista de su plan intelectual, con un planteo doctrinario que buscaba la totalidad o la espiritualidad trascendente.
En efecto, la música programática- con su poema sinfónico- y el singular drama musical wagneriano eran apuestas, sobre todo la última, más arrojadas y, sobre todo, más racionalizadas que el corpus de la canción germánica; y, ya pasada la revisión de los inicios románticos del lied schubertiano y sus seguidores, ocuparán lo más esencial de nuestra propuesta.
Ante todo, respecto a la teoría de la música y la palabra, es necesario decir que, aunque hubo muy pronto ensayistas musicales románticos, el romanticismo en la praxis compositiva tardó un tiempo más en cuajar definitivamente que en las demás artes- como, por ejemplo, la literatura y su Sturm und Drang-, y esta morosidad práctica sería propicia para la apoteosis romántica de la música y la palabra, que encontraron, en efecto, ya todo un ambiente vital y una creación teórica bien trabada, como la polémica inspiración ensayística de Wagner, y que darían a este legado poiético y epistémico un aura misteriosa, de gran potencia tanto intelectual-filosófica como lírica.
Respecto a las ideas wagnerianas, y si pensamos en la pureza de la música, en su expresión asemántica, diremos que, sin embargo, es la teoría de la palabra literaria, la parcela de mayor expresividad significativa de las artes, la que permite que el texto musical autónomo pueda ser más complejo, más cerca de la obra de arte total de la que ya hablaremos. La unidad de las artes sonoro-auditivas, ensayada por los compositores musicales, tiene, en efecto, un abogado eminente en Wagner, un escritor estético poco soslayable tanto para la Historia de la Música como para la relación entre verbo y música. Una relación entre estas dos esferas, para la unidad sonora antedicha, que en Wagner sería tangible, realizada, mientras que las relaciones en cierto sentido mistéricas entre el sonido verbal y el sonido musical, entre el facto musical y la evocación enigmática y espiritual de las palabras, se plasmarían en el poema sinfónico de manera muy sutil.
Pues el poema sinfónico, al que antes aludíamos, es un indicio, una alusión espiritual que quiere transformar, que boga por hacer progresar en fin, tanto a la palabra como a la música, vistas ambas en su distante autonomía; adopta, pues, y dentro de un orbe extramusical, un material la mayor de las veces lírico o literario y lo lleva a esa superación transformatoria de la palabra y de la música en sus soledades. Busca algo más allá, en efecto. Su intención-dentro del canon sinfónico- es llamar a la palabra dentro de la música; una música, facultada para una significación instrumentada, no solamente capaz de hablar, sino también de hacer poesía, literatura. Llevar a la música más allá de sí misma, cohesionarla con un mundo verbal muy espiritualizado, inasible, decidida y delicadamente sugerido, e ingresar en otro campo de las disciplinas estéticas humanas. Dicho afán conjuntivo era eminentemente, digamos, invisible: la imaginación debe hacer un esfuerzo con los programas de la sinfonía, que sugiere los lirismos de la voz humana, la fablilidad música de un Berlioz o un Liszt. Mientras que Wagner, ya lo veremos, sí confía en el acto literario práctico, la apoyatura concretizada del más allá musical. Pues ingresando al tema, dentro del siglo XIX, y a medida que los textos creativos de la música se iban adentrando en las teorías del infinito del romanticismo, las formas transmusicales, filoverbales, fueron haciéndose más y más complejas, hasta llegar a las elaboraciones teórico-prácticas del wagnerianismo, que confiaba en la palabra proferida; pero hubo también otras teorías verbalistas que fueron culminando en las sublimaciones y sutilezas del poema sinfónico, entregado a una semantización de carácter pulcramente instrumental, consagrándose, pues, a un engañoso silencio de sus palabras.
En cuanto a una muy plausible simbiosis estructural entre la poesía y la música, y que ha hecho tan factibles a estas teorías y creatividades, es menester apuntar a la intención del poema sinfónico de describir, en melodía, ritmo y armonía puramente instrumentales, a algo de índole verbal en su ideación musical. Pero es que también, en dicho aspecto simbiótico, la melodía, ritmo, armonía musical se unen a la armonía, ritmo y melodía literaria tangible, por ejemplo, del canto wagneriano; aunque tampoco debemos olvidar las reminiscencias y motivos orquestales que sostienen y enriquecen instrumentalmente al mismo.
En efecto, yendo de pleno al wagnerianismo, el más grande intento de fusionar las artes, es allí donde paradójicamente se intentó realizar lo propuesto por los pensativos ensayistas musicales, literarios y filosóficos: lo trascendente, lo atemporal, aunque con un carácter de signo lírico y narrativo. La literatura, o poesía, y la música se dieron la mano en la ópera germanística de Wagner, o, más precisamente, si tomamos la obra del sajón como un género nuevo, como un arte nuevo, poesía y música se imbrican intensamente en el llamado drama musical wagneriano: la obra de arte total.
Wagner, además, no solamente quería hacer literatura y música con su llamado drama musical, sino que todas las bellas artes, como en la antigua tragedia griega, estaban previstas en su obra. Sin embargo, la música y las palabras serían el maridaje esencial de su revolución estética. Richard Wagner, por otra parte, concedió una mayor importancia a la intelección y coherencia verbal y argumental dentro del drama que los anteriores operistas. A pesar de ello, la música, en el vaivén wagneriano en música y palabras, adoptaría, finalmente y como veremos, el papel esencial en el drama. Pero Wagner, resumiendo sus dos intenciones nucleares, otorgó un impulso muy fuerte a la conjunción músico-literaria deudora de las figuras arquetípicas de Beethoven y Shakespeare, leyendas de las artes sonoras, de la voz humana y de la voz orquestal, que se darían cita en su estético afán. Los mitos épicos literarios, atemporales, universales, se unen al drama sinfónico beethoveniano, que tanto influyó en el joven sajón al escuchar el canto de la Novena. La potencia de Beethoven, en efecto, forma parte de la línea poético-musical en sintonía con la trascendencia literaria y filosófica del drama isabelino shakespeareano. Y es así que Wagner quería a la reminiscencia romántica respecto a la tragedia total griega, y, dentro de la esencialidad del verbo y la música, propugnaba por escuchar, acaso, a la música de Shakespeare entre las palabras de Beethoven…
La música y las palabras, en su relación práctica, tuvieron diversas importancias en el enfoque wagneriano. A veces, la palabra era más que importante; otras, era más bien una apoyatura un poco más accesoria para el desenvolvimiento de la formalidad sonora musical. Así sucede al final de la vida del ilustre sajón, quien parece decantarse, abrazando el musicalismo de Schopenahuer, por la primariedad de la música. Sin embargo, en el terreno de su ensayística, donde preparaba a su público para la obra de arte del futuro, las teorías wagnerianas se fijarían canónicamente, más que nada, en El oro del Rin, donde la obra de arte total se vio plasmada en su forma más literal y ortodoxa. En la renovadora inteligencia wagneriana, por otra parte, los motivos conductores, la unidad mínima de la línea poético-musical, se imbrican en la decidida dualidad de literatura y música; dos conjuntos que se unen, dos cuerpos que son uno solamente. Puesto que la cualidad sónica de la música, aunque también, que lo digan los programáticos, de carácter semántico, se confunde con la literatura y su validez puramente de significado fable; sin embargo, no olvidemos, y en este caso que lo digan los poetas, a la sonoridad, al talante eminentemente musical de la poesía más refinada y auditiva.
Pues podríamos decir que, sobre todo en la poesía, la palabra es capaz de música; respecto a ello, es notable, por ejemplo, que en la formalidad poética, donde hay toda una ciencia del ritmo, de la armonía y de la melodía verbal, existen y existieron conocidos poetas, o incluso literatos prosísticos, que han dado su entonación melómana a la lengua, al habla. En cuanto a la música, su sonoridad muchas veces tiene cuño palabrero, y otras veces, como en los poemas sinfónicos, evocan con decisión el orden semántico. Wagner se propuso, dentro del teatro, subir este texto semántico a una base fundamental de su entramado teórico-estético. Los sinfonistas programáticos, por su parte, querían que sus sugerencias lingüísticas fueran superadoras de la música antigua, y que la música puramente instrumental aprendiera el habla, la literatura, la poesía. Liszt y Berlioz fueron adalides de esta palabra silenciosa; palabra críptica que es desvelada por la música; palabra inefable, solamente capaz de descifrar en una orquestación sugerente y enigmática, descriptiva o también acaso sutilmente explicativa. La narrativa poética de la orquesta se desenvuelve en el poema sinfónico, mientras que Wagner difiere un poco de las capacidades verbales de la orquesta, y se confía, además de a las descripciones instrumentales, al canto, al recitativo. Su texto musical no es, tal y como lo proponen sus teorías y creaciones más emblemáticas para la episteme estética, solamente un accesorio de la música, sino que el texto, como ya lo señalamos, y que aporta hacia una ideal juntura entre Shakespeare y Beethoven, tiene ímpetus de apoderarse de la música; otras veces de ir de la mano, y otras veces de ser solamente un cuerpo de arte dualístico, una sola, menos combinada que cohesionada, especie estética dentro de la obra de arte total; donde la música y las palabras, como en la música de programa, encuentran una unión no ya de carácter natural o acaso telúrico, sino con un ingrediente de sutil y novedosa inteligencia teórica.
BREVE EPÍLOGO CONTEMPORÁNEO
Para terminar, pues, e ingresando por un momento en la contemporaneidad, nuestro siglo XXI y su precedente no han sido tan ricos como el romántico respecto a la vehemencia en las indagaciones entre verbo y música.
Acaso la música del silencio pueda ser, empero, un indicio actual y por fuera de la época romántica que nos resultará altamente válido. Es casi seguro que la más famosa y singular música del silencio se la debamos al compositor estadounidense del siglo XX John Cage, quien en su polémica pieza pianística 4´ 33” propone a un pianista, sentado muy seriamente ante su muy romántico instrumento, ejecutando la antedicha obra, pero sin emitir sonido alguno…
Más allá de transgresiones, revoluciones o presunto progreso, el silencio puede oponerse, en cuanto a su negación antitética, tanto a la música como a la palabra. La música y la palabra, a diferencia de la pintura, de la escultura, de la arquitectura, y ambas en cuanto a su valor sonoro, pueden ser evocadas, y por oposición, en las obras silenciosas vanguardistas. Así como el sonido musical programático llamaba a la palabra, así como el sonido dual wagneriano era capaz, por aparición, por existencia, de esta doblez entrañable y mistérica, la mudez vanguardista, confiriendo un carácter por fuera de los tiempos y de las perecibles estéticas a dicha dualidad, pudo ser despechadamente digna respecto a lo cual nos tuvo ocupados este escrito:
A la música de las palabras, a las palabras de la música…
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