Por José
Ramón Martín Largo. ("Filomúsica", 2003)
Heinrich Heine
La
amarga decepción que para la Alemania liberal, seguidora esperanzada de los
acontecimientos parisinos de finales del siglo XVIII, supuso la
Restauración (1815-1830) fue paralela a un retroceso en el terreno artístico
que iba a dar lugar a la visión del mundo irónica, a veces sarcástica, que
caracteriza la obra del exiliado Heinrich Heine. De éste, que es considerado el
último heredero del romanticismo alemán, puede decirse que es uno de esos raros
hombres de letras que ha dejado una duradera huella en la música, huella que
puede rastrearse desde tres perspectivas: como renovador de la poesía alemana e
inspirador de un corpus liederístico igualmente renovado; como melómano que
incorporó sus opiniones y experiencias musicales a su obra literaria (con especial
hincapié en las Noches florentinas); y, por último, como autor de
una revisión narrativa de la leyenda del holandés errante, germen de la célebre
ópera wagneriana.
Nacido en Düsseldorf en 1797, Heine pertenece a una época en la que,
según palabras del príncipe Metternich, la vieja Europa se encontraba “al
principio de su fin”, un momento de crisis en el que las aspiraciones de unidad
nacional, y de una Constitución que pusiera fin al absolutismo, propiciando con
ello la instauración de un Estado moderno, tenían que convivir con la cotidiana
realidad de una Alemania dividida en treinta y nueve estados en los que la
nobleza se aferraba a sus tradicionales privilegios, entre ellos los de dictar
sus gustos en materia de poesía y música. Durante estos años el arte es aún un
lujo aristocrático cuya función no es otra que la de mostrar la magnificencia
de un príncipe y su corte, un arte, pues, decorativo, política y socialmente
reaccionario, que se conciliaba mal con las inquietudes, revolucionarias en lo
artístico y, en parte, también en lo político, de creadores como Beethoven, que
iba a morir cuando todavía el fin de la Restauración parecía lejano, y del
mismo Heine.
Como
miembro de una burguesía ascendente que tropezaba con los viejos esquemas de la
nobleza, y aún más: como judío que había disfrutado de la igualdad de derechos
que, bajo la administración francesa, imperó en Renania hasta 1813, Heine tenía
que encajar con dificultad en esa adusta sociedad Biedermeier fuertemente
jerarquizada, y contraria a cualquier energía que despuntara en la línea del
progreso, que dominaba en la Alemania de la época. Pero es que además Heine
tampoco compartía el entusiasmo de su familia y de su clase por los negocios y
por el establecerse socialmente a toda costa. Así, trasladado a Hamburgo, y
bajo la tutela de su tío, el banquero Salomón Heine, el joven Heinrich aceptó
sólo de mala gana el iniciar unos estudios de Derecho por los que no sentía el
menor interés, pero que le sirvieron para introducirse en los salones literarios
de Bonn, Göttingen y Berlín. En esa época empezó a publicar bajo seudónimo sus
primeros poemas, que eran ya de tema amoroso y mostraban un rasgo que el poeta
desarrollaría más tarde: su inspiración en las canciones populares, muy
valoradas por los románticos de laJunges Deutschland (Joven
Alemania). Fuera de esto, las expectativas que se abrían para Heine no
pasaban de las de un gris doctor en jurisprudencia, con el obligado trámite del
bautismo por medio, y por la necesidad de forjarse un lugar en la sociedad
burguesa, una sociedad que ya entonces empezaba a detestar y de la que trataría
de apartarse durante toda su vida.
En 1826
Heine, ya decidido a hacer una carrera literaria, inicia su relación con el que
será su editor de siempre, Julius Campe, con el primer volúmen de los Reisebilder(Cuadros
de viaje), obra en prosa a la que sucederá un segundo volúmen el año
siguiente. Ya estos primeros libros alcanzaron gran éxito, aunque es sabido que
la fama internacional de Heine se debe sobre todo a su poesía, y en concreto
a Das Buch der Lieder (El libro de las canciones), que
Campe publicó en 1827. Por la influencia que ejerció más allá del ámbito
literario, y por el número de adaptaciones musicales que se hicieron de sus
poemas, ya sólo este libro bastaría para otorgar a Heine un lugar en la
historia de la música.
No es
probable que ningún otro poeta, salvo Goethe, haya merecido tanto y tan
contiuamente el interés de los músicos. Casi todos los románticos, desde
Schubert hasta Hugo Wolf, pasando por Schumann, Mendelssohn y Liszt, pusieron
música a poemas de Heine; como también hicieron Richard Strauss, Reger,
Rachmaninov, Grieg y Eisler, e incluso autores tan aparentemente alejados de la
estética romántica alemana como Bridge, Ives y Castelnuovo-Tedesco. A este
respecto, han habido poemas especialmente afortunados cuyas distintas versiones
bastarían para hacer una historia de la música (o al menos del lied) durante
más de un siglo: del poema Schöne Wiege meiner Leiden hay
contabilizadas veintisiete versiones; de Du bist wie eine Blume,
treinta y dos; y de Die Bergstimme, ¡nada menos que cuarenta y
tres!
Cabe
preguntarse cuáles son los motivos de este interés tan general, que no sólo
abarca al romanticismo, sino también a las escuelas nacionalistas y hasta a los
rebeldes dodecafónicos, hacia la poesía de Heine. Hay que aclarar ante todo que
para sus contemporáneos estas obras tenían un sentido diferente del que más
tarde le adjudicó la crítica. Sus primeros lectores sólo vieron en ellas una
continuación de la convencional estética romántica acerca de la que había
teorizado August Wilhelm Schlegel, que fue profesor de Heine en la Universidad
de Bonn. Se trataría, pues, de una nueva contribución a la muy extendida
corriente en la que un poeta solitario expresa su melancolía y la añoranza de
amores perdidos. Pero estas obras poseían disonancias que pasaron inadvertidas
a sus contemporáneos, y no era sólo que Heine introdujera en ellas abundantes
transgresiones a la estética tradicional, tales como la polirritmia, los extranjerismos
y una gran variedad de elementos prosaicos y en apariencia antipoéticos, a lo
que habría que añadir una lúcida autoironía, sino que además, y sobre todo, la
melancolía a la que aluden es de una raíz muy diferente a la conocida hasta
entonces. Estas poesías que se complacen en presentarse bajo formas sencillas,
las cuales evocan a las canciones populares, utilizan los recursos que eran
propios del lenguaje romántico, pero únicamente para trascenderlos, para
ubicarse en un nuevo terreno en el que el verdadero protagonista es el Weltschmerz (el
desgarro): “Querido lector, si quieres lamentarte del desgarro, harías bien en
lamentarte de que el mundo se haya roto en dos partes. Y porque el corazón del
poeta es el centro del mundo, se desgarra de modo lastimero en el momento
presente. El que se vanagloria de tener el corazón intacto sólo admite tener un
corazón provinciano y prosaico. Por el mío corrió el gran desgarro del mundo y
por ello sé que los grandes dioses me han favorecido ante muchos otros, estimándome
digno del martirio de ser poeta”.
Un
desgarro que no es otro que el que existe entre espíritu y materia, ideal y
realidad; y también entre el individuo y una sociedad en permanente
contradicción en la que lo viejo no acaba de desaparecer ni lo nuevo nace. Un
desgarro de carácter cosmopolita y universal que iba a abrir paso a una nueva
idea de la poesía y que, precisamente por su carácter universal, tenía que
reclamar la atención de la música. Un desgarro “moderno” que ya empezaba a
traspasar a los habitantes de las grandes ciudades cuyo yo íntimo
debía ser una y otra vez sometido y aniquilado en razón de los intereses de la
existencia burguesa, y el cual sólo podía expresarse “modernamente”, de un modo
que, aun utilizando recursos de la más añeja literatura romántica, sigue siendo
familiar para el lector (y el oyente) de hoy.
Tras
el éxito del Libro de las canciones Heine volvió a la prosa de
los Cuadros de viaje, cuyos volúmenes tercero y cuarto, de nuevo en
la editorial de Campe, se publicaron entre 1829 y 1831. Pero en Alemania, pese
a que era un autor ya plenamente reconocido, el porvenir de Heine resultaba
incierto: sus últimos libros tropezaron con la censura, y el cuarto volúmen de
sus Cuadros de viaje había sido prohibido por las autoridades
prusianas. Mientras tanto, la revolución de julio de 1830 representaba para
Heine un fuerte estímulo, que en su caso se añadía a la atracción que desde
siempre sentía por Francia. En busca de mejores aires para sí mismo y para su
obra, Heine marcha al exilio.
La experiencia del exilio iba a ser para Heine
semejante a la de muchos otros: unos primeros años de deslumbramiento hacia el
mundo artístico parisino en los que aún esperaba que las ideas revolucionarias
se extenderían a Alemania; luego, un
deseo creciente de volver a su origen, frustrado
por la comprobación de que Alemania se resistía a todo cambio. En suma, Heine
iba a permanecer en París veinticinco años; allí trabó relación con escritores
como Victor Hugo y Balzac, y con músicos como Berlioz y Bellini, pero también
realizó un importante papel de mediador entre culturas, dando a conocer en
Francia la filosofía de Hegel y divulgando en Alemania, por medio de sus colaboraciones
en la prensa, los debates políticos franceses. Más tarde retornaría a su
actividad poética, que en los años cuarenta adquiriría un carácter satírico,
pero antes, entre 1833 y 1840, aparecerían sus tres únicos intentos de ficción
en prosa: De las memorias del señor Schnabelewopski, Noches
florentinas y El rabino de Bacherach.
En cierto sentido, estos relatos pueden
considerarse una continuación por otros medios de la prosa episódica,
fragmentaria, en ocasiones paródica (llena de digresiones y pasajes oníricos)
de esa mezcla de autobiografía, ensayo y ficción que constituyen los Cuadros
de viaje, obra que con razón fue juzgada por un crítico contemporáneo como
la “revolución de julio” de la literatura alemana. Al menos en los dos primeros
relatos, el del noble polaco Schnabelewopski y sus andanzas por Europa, y en
los episodios que componen lasNoches florentinas, las experiencias de
índole personal abundan lo bastante como para que puedan ser considerados como
autobiográficos, a pesar de que la voz de Heine se oculte aquí, como haría en
el futuro, tras una máscara. A este respecto, es paradigmático Maximilian, el
protagonista y narrador de las Noches florentinas.
Sobre este personaje ha recaido un encargo: el de
entretener con el relato de historias fantásticas, al estilo delDecamerón,
a la enferma y postrada María, a la que al parecer le unen unas no bien
definidas relaciones amorosas. Pero los relatos de Maximilian, aunque de
carácter sensual, no se parecen en nada a las gozosas narraciones de Boccaccio,
y más bien pertenecen a un romanticismo negro y tenebroso cargado de un
sentimentalismo enfermizo. En la primera de sus narraciones, Maximilian evoca
su amor hacia una estatua de Venus; en la segunda, la amada resulta ser una
bailarina que fue dada a luz en la tumba. En medio se intercala el relato de
otros amoríos del narrador: hacia otra estatua (ésta de Miguel Ángel); hacia la
Virgen de un cuadro; hacia una nueva estatua, esta vez de una ninfa griega; y,
por último, hacia el retrato de una mujer muerta siete años antes. Amores todos
ellos gratos para Maximilian, en comparación con los de las mujeres reales,
que, según afirma, “saben una forma de hacernos felices, y treinta mil de
hacernos desgraciados”. En la transición entre la primera y la segunda noche,
sin embargo, Maximilian parece conceder una posibilidad a la humanización de
la mujer, la cual se produciría mediante la música, lo que da pie a Heine a
evocar algunos recuerdos de sus músicos favoritos en aquella época, es decir:
Rossini, Bellini y Paganini.
Maximilian, que ha ido esa tarde a la Ópera
(adonde, según confiesa, suele ir más para ver que para escuchar), describe a
María los rostros de las mujeres italianas, que, bajo la influencia de la
música, expresan “con sobrecogedora verdad el espíritu que las habita y sus
escalofriantes y mudos secretos”. Por lo demás, la música no afecta sólo a los
corazones femeninos, ya que a juicio del narrador ésta es el alma y el tema
nacional de Italia, una música que se ha hecho pueblo, a diferencia de lo que
ocurre en el norte de Europa, donde “la música se ha hecho hombre y se llama
Mozart o Meyerbeer”, con independencia de que lo mejor de esta música del
norte, otra vez según la opinión del narrador, provenga también del
aliento italiano. Esto último, que es cosa sabida al respecto de las óperas del
salzburgués, en especial las de la trilogía con libreto de Da Ponte, no lo es
tanto, quizá, en lo que se refiere a Meyerbeer, que en efecto vivió en Italia
casi diez años (entre 1816 y 1825), período en el que que dio a conocer
óperas como Il Crociato in Egitto, que se estrenó en
Venecia en 1824. Como se ve, Heine, que fue de los primeros en incorporar a su
obra temas de su más estricta contemporaneidad, fusionando la pura creación
literaria con el reporterismo, aquí no hace sino mostar un panorama bastante
fiel de la realidad musical de las primeras décadas del siglo XIX.
Pero en el terreno de la composición los mayores
exponentes de esa facultad para dirigirse al corazón del oyente no son otros
que Rossini y Bellini, representantes ambos del genio tal como éste
era concebido por la sociedad romántica. Para Maximilian, que aquí se limita a
transmitir las ideas de Heine, la suprema expresión de ese genio sería Rossini,
que tuvo el acierto de abandonar la composición una vez había cumplido “su
misión” (Rossini escribió su última obra para la escena francesa,Guillaume
Tell, en 1829, ocho años antes de la publicación del relato de Heine). Por
su parte, la temprana muerte de Bellini, sólo dos años antes, en 1835, encajaba
en la imagen ideal del genio romántico. El autor de Normaaparece en
la narración de Maximilian como un joven saludable, apocado y supersticioso:
“un suspiro en escarpines” cuyo éxito con las mujeres no se contradecía con su
torpeza en sociedad, causada al parecer por su mal dominio de la lengua
francesa.
Pero el colmo del romanticismo, a juicio de
Maximilian-Heine, no sólo por su música, sino también por su vida, o al menos
por lo que se contaba de él, era Paganini, de cuya falsa muerte se informó en
los periódicos en los mismos días de la verdadera de Bellini. En comparación
con las existencias sin misterios de éste, asiduo visitante de los salones
parisinos, y de Rossini, dedicado en su retiro dorado a los paseos y a la
gastronomía, el violinista aparece como un ser aureolado por la leyenda, un
personaje fantástico de quien no se cuenta nada que no sea inquietante, una
especie de precursor de Nosferatu que “si no la sangre del
corazón, quiere al menos sacarnos el dinero de los bolsillos”. De Paganini, en
efecto, se decía que había ido a parar a galeras tras asesinar a una amante
infiel, cautiverio del que se libró por medio de un pacto con el diablo, el
cual había adoptado la forma de un escritor de comedias que le acompañaba a
todas partes y que le transmitía sus infernales poderes cuando salía al
escenario. Heine se encontró con él, y con su diabólico acompañante, en
Hamburgo, y, si nos atenemos a la descripción que Heine hace del concierto que
ofreció esa noche, cabe imaginar cuál sería el efecto que su persona y su
dominio del violín ejercían sobre el público de su tiempo.
Para Heine, pues, la superioridad del arte musical
residía en el hecho de que aunaba la sensualidad italiana a su facultad para
dirigirse al espíritu, con lo que, junto a la poesía, venía a ser el remedio a
ese “desgarro” que aquejaba al mundo: el de la separación entre materia e
ideal. Por ser la música italiana la que predominaba en Europa, y muy
especialmente en París, cuyos ambientes musicales fueron frecuentados por Heine
en la misma medida que los literarios, resultaba que el París de las
transformaciones revolucionarias en lo político, y a la vez musicalmente
italianizado, se constituía en el complemento del pensamiento idealista alemán,
conformando así una visión del mundo que debía servir de inspiración a una
futura (y nunca vista por Heine) revolución alemana.
Los
breves viajes que en 1843 y 1844 Heine iba a hacer a Alemania le sirvieron para
constatar la existencia de una agitación social que conduciría a la efímera revolución
de marzo de 1848. Pero Heine, sobre el que pesaba una orden de detención del
estado prusiano, a causa de una de sus colaboraciones en Deutsch-Französische
Jahrbücher, la revista editada en París por Karl Marx y Arnold Ruge, ya no
volvería a visitar Alemania, a pesar de que la tuviera presente en el resto de
su obra, en especial en Deutschland. Ein Wintermärchen (Alemania. Un
cuento de invierno), libro en el que recogió sus impresiones de esas
últimas visitas a su país natal. En lo sucesivo, los temas de Heine serían, por
una parte, un ahondamiento de su crítica radical de la política alemana,
empleando para ello la sátira y, en algunos casos, el panfleto, y, por otra,
una exaltación del amor sensual, como ya había hecho Goethe en sus últimos años.
Alemania, entretanto, mantenía una actitud
ambivalente hacia el exiliado Heine, actitud que, dicho sea de paso, ha
subsistido hasta no hace mucho: aunque se valoraban sus poemas románticos, que
como hemos visto fueron puestos en música durante todo el siglo XIX, la
totalidad de su obra polémica, filosófica, política, e incluso parte de su obra
poética, fue continuamente ignorada y silenciada, y hasta prohibida en pleno
siglo XX, durante los años del Tercer Reich. Todo esto puede aplicarse también
a los tres intentos de ficción en prosa que fueron redactados por Heine entre
1833 y 1840, a pesar de que estos relatos contienen un episodio que, aún en
vida de Heine, iba a ser de la mayor trascendencia en la evolución creativa de
otro artista alemán.
Richard Wagner ya había compuesto Rienzi,
que fue concebida para la Ópera de París y que contenía suficientes atractivos
para el público francés: marchas, ballets, romanzas y un espectacular final,
todo ello en el estilo de lagrand-opéra. Sin embargo, París rechazó la
obra, que debió esperar a 1843 para ser estrenada en Dresde.
Unos años antes, en el verano de 1839, en la
travesía desde Könisberg hasta Londres, el barco en el que viajaba Wagner se
vio envuelto en una tormenta que dejó en el compositor una profunda impresión.
Wagner conocía el relato que Heine había hecho de la leyenda del holandés
errante en De las memorias del señor Schnabelewopski, y juzgó que
el tema se prestaba para revivir el drama y el sentimiento de tragedia inminente
que experimentó durante la tormenta. El propio Wagner escribió el libreto en
París, en 1841, y compuso la música en poco más de seis semanas, en Meudon, al
año siguiente. La ópera se estrenó en la Hofoper de Dresde en 1843 con un éxito
que hoy pervive.
Die Fliegende Holländer (El holandés errante, o El
buque fantasma) no es todavía una de las obras de madurez de su autor, pero
sí supone una ruptura con respecto a la estética de la grand-opéra y
un notable paso adelante en la búsqueda de lo que a la vuelta de unos años
sería el sello inconfundible de la música wagneriana. Ya hay aquí una clara
tendencia a la desaparición de ciertos artificios de la ópera francesa e
italiana y a la construcción de un continuum dramático
sustentado sobre un reducido número de leit-motive que, desde
la obertura, prefiguran todo el desarrollo musical de la obra. Sin embargo, la
resolución convencional de algunos pasajes revela el estado todavía balbuciente
en el que se hallaba el nuevo lenguaje wagneriano.
El relato que, sin venir muy a cuento, inserta
Heine en el capítulo siete de las memorias de Schnabelewopski, un poco a la
manera de las digresiones que son frecuentes en sus Cuadros de viaje,
se inspira en una leyenda que estaba muy extendida ya en el siglo XV entre las
poblaciones marineras del norte de Europa, y que se inspiraba a su vez en la
leyenda del judío errante y en el mito de Ulises. En la narración de Heine, el
capitán del buque fantasma es un holandés que, en medio de una tormenta, juró
doblar un cabo aunque tuviera que navegar hasta el Día del Juicio. El diablo le
tomó la palabra, condenándole a navegar eternamente hasta que fuera rescatado
por la fidelidad de una mujer. A fin de encontrar a la mujer redentora, el
diablo permitió al holandés tocar puerto una sola vez cada siete años. En el
momento en que se nos presenta la historia, hay que suponer que el holandés ya
lleva siglos navegando sin descanso, y que en ese tiempo, cuando se le ha
permitido descender a tierra, ha encontrado a muchas mujeres, ninguna de las
cuales, sin embargo, ha logrado liberarle de su triste destino. De nuevo han
vuelto a pasar siete años y el holandés hace amistad con un comerciante escocés
al que vende diamantes y que, sugestionado por las riquezas del capitán
fantasma, le ofrece su hija en matrimonio. La muchcha vive obsesionada por un
retrato que representa al holandés errante: según la tradición, las mujeres de
la familia deben guardarse del modelo, ya que el trato con él conduce a la
muerte. Con el tiempo, esta prohibición ha despertado en la muchacha el deseo
de ser ella quien libere de su maldición al holandés. Cuando éste aparece,
preguntándole a la muchacha si le será fiel, ella, en efecto, responde: “Fiel
hasta la muerte”. Más tarde, el hombre tratará de abandonar a la joven para
evitar su sacrificio, pero ella se arroja al mar, con lo que cesa la maldición
del holandés errante, hundiéndose su barco en los abismos del mar.
La ópera de Wagner es bastante fiel a la narración
de Heine (aunque con una importante excepción), limitándose a poner nombre a
cada uno de los personajes, no así al holandés, que, por ser un fantasma,
carece de nombre: el comerciante escocés, transmutado por Wagner en noruego, es
Daland; su hija, es Senta; y la nodriza de ésta, que le advierte del peligro de
tratar con el holandés, es Mary. La excepción es la novedad de un personaje:
Erik, el novio de Senta. Había dos razones para que Wagner introdujera a este
personaje; una, de carácter dramático, ya que el amorde Erik acentúa el
conflicto de Senta y hace que su decisión de entregarse al holandés sea más
irracional; otra, de naturaleza exclusivamente musical, ya que en el esquema de
Heine faltaba todo el aspecto lírico que correspondería a un tenor, como
contrapunto a las voces oscuras de los otros personajes masculinos (de bajo en
el caso de Daland y de bajo-barítono en el del holandés). Sin embargo, la
inclusión de un tenor no deja de ser una concesión a los convencionalismos del
género, y si es cierto que las páginas escritas por Wagner para Erik (los dos
dúos con Senta y la cavatina) no desmerecen del resto de la obra,
también lo es que precisamente esos pasajes permanecen anclados en una
tradición de la que el autor se iría alejando progresivamente. Ante todo, El
holandés errante viene a prefigurar el tema de la redención por medio
del sacrificio, que sería recurrente en la obra futura de Wagner.
Pero El holandés no es la única
ópera basada en un texto de Heine. Más tarde, la casi juvenil tragedia en un
acto (la escribió con veinticinco años) William Ratcliff, una
sangrienta historia romántica ambientada en Escocia, llena de duelos y locura,
sería llevada a la ópera, sucesivamente, por Cesar Cui, Cornelis Dopper y
Pietro Macagni.
Eran los últimos años de Heine, que pasaría seis
inmovilizado en la cama, paralítico y casi ciego. Con la ayuda de un
secretario, sin embargo, escribiría aún algunas obras, entre ellas su Romacero,
en el que reunió poemas escritos entre 1846 y 1851, y que conoció gran éxito
antes de ser prohibido y quemado públicamente en Prusia. Pero la obra del
moderno y cosmopolita Heine tendría una larga vigencia que alcanzaría a influir
decisivamente sobre gran número de autores (entre ellos Bertolt Brecht) del
siglo XX. Por lo demás, sus escritos en prosa, tanto los ensayísticos como los
de ficción, han sido rescatados recientemente en Alemania, donde aún perdura la
fascinación por esas imágenes “más incorruptibles y brillantes que las perlas”,
según palabras de Hofmannsthal, de la poesía de Heine. El último poema
del Romancero, Enfant perdu, concluye con estos versos:
“Un puesto queda vacante. Las heridas se abren. / Si uno ha caído, los otros
siguen avanzando. / Pero yo caigo sin ser vencido, y no se han roto / mis
armas. Sólo mi corazón queda partido.” Heine murio en 1856 y fue enterrado en
Montmartre..
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