La muerte por amor es uno de los muchos conceptos de la cultura occidental que suelen expresarse en alemán: Liebestod. Aunque esta circunstancia se deba sin duda a Wagner y al drama musical que ha llevado este fenómeno a su máxima expresión, Tristan und Isolde, sus raíces se hunden profundamente en el legado del Romanticismo alemán.
Sin duda, la vinculación entre
amor y muerte constituye un viejo lugar común de la cultura occidental.
Pensemos, por ejemplo, en las figuras míticas o históricas que murieron por
amor y de las que rinde cuenta el Virgilio de Dante en la Divina Comedia:
Cleopatra, Aquiles o Paris, pero también el Tristán medieval que acabaría
inspirando a Wagner. La presencia constante de dicha vinculación de contrarios
parece un argumento de peso a favor de la convicción de Freud de que Eros y
Tánatos constituyen las dos pulsiones fundamentales del ser humano, tan
antagónicas como inextricables. Sin embargo, antes de la eclosión de la
conciencia romántica, amor y muerte eran opuestos que por lo general se
excluían mutuamente. Fue el Romanticismo alemán quien propuso la idea de que ambos
podían formar una síntesis.
Para trazar la trayectoria del
concepto de Liebestod es preciso retroceder hasta 1774, fecha de la
publicación del Werther de Goethe con su elocuente y subjetiva descripción de
un suicidio por amor. De hecho, Werther es un producto literario sólo
concebible a partir de la secularización de las ideas religiosas que trajo
consigo la Ilustración. En la visión cristiana, la muerte es una gracia que
nadie salvo Dios mismo tiene derecho a otorgar. Los casos de suicidio por amor
previos al Werther generalmente no buscan la identificación, sino la crítica y
la advertencia contra los peligros de la pasión.
Aunque el suicidio de Werther no
constituya todavía un Liebestod propiamente dicho, en la medida que no se
produce la muerte casi simultánea de los dos amantes, no cabe duda de que fue
esta obra la que permitió que se produjera el gran punto de inflexión en la
conciencia europea que abriría las puertas al concepto romántico del amor,
fundamento del Liebestod wagneriano. «El Werther había puesto hasta tal punto
de moda los sentimientos exaltados que ya casi nadie habría osado mostrarse
seco y frío incluso aunque ése hubiera sido su carácter natural», afirmó Madame
de Staël. El amor de Werther constituye una pasión romántica avant la lettre,
sin diques ni barreras protectoras capaces de proteger el alma de un lector
acostumbrado todavía a tomarse los libros al pie de la letra.
No todo amor romántico desemboca
necesariamente en un Liebestod, pues también admite una lectura positiva e
incluso vitalista. Friedrich von Schlegel, por ejemplo, propone en su novela
Lucinda (1799) la posibilidad de la consumación amorosa por medio de una
sensualidad liberada de ataduras morales, en un claro antecedente del «amor
libre». Además, en el Romanticismo deja de darse por sentada la
incompatibilidad entre amor y matrimonio que había constituido un lugar común
en la tradición literaria de siglos anteriores.
Sin embargo, este enfoque
afirmativo aparece acompañado de una actitud negativa que es fruto de la
insatisfacción característica de la conciencia romántica. El enamorado
romántico no ama a seres reales concretos, sino a su propia concepción del
amor, que evoca atribuyéndola a su amante. Así, el amor absoluto propuesto por
el Romanticismo se manifiesta como un ideal inalcanzable, pues se mueve en una
dialéctica constante entre deseo y posesión. El ideal que encarna la persona
amada muere en el instante mismo en que, al poseerlo, es arrastrado a la turbia
esfera de lo real, en lo que constituye un ciclo interminable. Aun así, la
fuerza del amor es tan poderosa que el hombre romántico se niega a renunciar a
la plenitud de su consumación. De ahí que también Don Juan o el libertino sean
un arquetipo romántico.
El Liebestod ofrece una solución
radical a este dilema. En la muerte por amor, el instante de felicidad que
procura la posesión del ideal amoroso no es transitorio, como para el
libertino, sino que, al fundirse con la muerte, queda sublimado y adquiere la
fortaleza de lo definitivo. Así, el Liebestod constituye la culminación final
de un deseo insatisfecho, el único final posible cuando se persigue un ideal
que supera con creces las limitaciones humanas. Puede entenderse el Liebestod
como la solución al problema del amor romántico a costa de la destrucción
voluntaria de los amantes.
Sería equivocado pensar que esta
fusión romántica entre el amor y la muerte es una fantasía enfermiza reservada
al papel o a una partitura. Antes bien encarna la sensibilidad oculta de toda
una época. El propio Goethe alegó que con su Werther no había hecho más que
«destapar la desdicha que se hallaba oculta en las almas jóvenes». La publicación
de esta revolucionaria novela provocó, según Madame de Staël, «más suicidios
que la más hermosa de las mujeres» y se convirtió en un relevante fenómeno
sociológico que se extendería a las décadas venideras. Un caso especialmente
diáfano de Liebestod fue el suicidio del gran poeta alemán Heinrich von Kleist,
quien en 1811 puso fin a su vida junto a su amada enferma Henriette Vogel,
argumentando que de este modo ella sería su esposa en el Hades.
En el terreno operístico, hay un
antecedente de Liebestod en una obra muy anterior al drama musical wagneriano y
comúnmente considerada la primera ópera romántica alemana. Nos referimos a
Undine(1816), compuesta por E. T. A. Hoffmann sobre un libreto de Friedrich de
la Motte Fouqué, en cuya escena final Ondina y el caballero Huldbrand mueren
abrazados al dejarse caer por el pozo en el que la sirena se le había aparecido
para recordarle su amor.
Sin embargo, sería el
romanticismo tardío de Wagner el que aportaría su manifestación más perfecta y
acaso también la más rica en excesos. Aunque el Liebestod de Tristan e Isolde
culmine en la célebre escena final, el primer acto ya ofrece un intento fallido
cuando los dos protagonistas toman voluntariamente el elixir de amor
convencidos de que se trata de un veneno. En el segundo acto, se manifiesta de
nuevo un anhelo de muerte cuando Tristan pregunta a Isolde si está dispuesta a
seguirle a la realidad de la noche y, cuando ella asiente, se enfrenta
desarmado a la espada de Melot. Por fin, el tercer y último acto permite la
consumación del desenlace fatal obsesivamente deseado en todo el transcurso de
la ópera. Tristan, que se había arrancado temerariamente los vendajes que lo
protegían de las heridas causadas por Melot, muere en brazos de una Isolde que
lo seguirá poco después en un voluptuoso sacrificio final. No sorprende que
algunos críticos hayan considerado el Tristan und Isolde de Wagner no tanto un
«drama de amor» como un «drama de muerte».
Nietzsche había defendido en El
nacimiento de la tragedia (1872) la tesis de que la música alemana tiene raíces
dionisíacas que parten de Bach para culminar en Wagner. Según el filósofo, lo
dionisíaco consistiría en una triple disolución de los límites del yo: en el
arrobo estético de la música, el yo vence a su separación de la naturaleza para
fundirse con ella; disuelve los límites de su propio interior al acceder a su
subconsciente; y supera su individualidad por medio de la comunión con otro que
proporciona el amor. Difícilmente una experiencia musical puede responder mejor
al concepto nietzscheano de esta triple disolución que el Liebestod wagneriano.
Frente a lo apolíneo, que busca la realización de lo individual, lo dionisíaco
implica el sacrificio gozoso del yo, como
expresan elocuentemente las
últimas palabras de Isolde: «En el ondulante caudal, / en el eco sonoro, / en
el Todo que se agita / en el hálito del mundo / ahogarse / sumergirse / sin conciencia…
/ ¡supremo deleite!».
Sin embargo, subyace al Liebestod
la idea de un sacrificio voluntario en aras de lo que se considera superior y
más digno. (Ya Werther había exclamado gozoso, poco antes de dispararse: «¡Que
me haya sido dada la felicidad de morir por ti, Lotte!».) Años después, esta
dimensión sacrificial sería uno de los aspectos de la obra wagneriana que acabarían
incomodando profundamente a Nietzsche. «Tenemos que aprender a morir, y a
morir en el más pleno sentido de la palabra. El miedo al final es la fuente de
toda falta de amor, y este miedo se genera sólo cuando el amor mismo comienza a
desvanecerse», había escrito Wagner. En esta obsesión wagneriana por la
redención a través de la muerte, Nietzsche reconoció un rasgo ajeno a otras
tradiciones musicales. Contra esta obsesión enfermiza, para escándalo de muchos
wagnerianos, el filósofo propuso nada menos que la tradición mediterránea y
vitalista de la Carmen de Bizet, en la que la muerte de la protagonista no
constituye un sacrificio, sino una afirmación decidida de su voluntad y de su
modo de vida. En El caso Wagner (1888), Nietzsche comentaría así el papel de
Carmen: «¡Por fin el amor, el amor nuevamente transferido a la Naturaleza! ¡Y
no el amor de una “elevada doncella”! ¡Sino el amor como fatum, como fatalidad,
cínico, inocente, cruel… y precisamente por eso,Naturaleza!».
Ciertamente, es difícil concebir
un amor tan mórbido y tan poco carnal como el que mantienen Tristan e Isolde.
Para Wagner, la muerte del individuo no es una tragedia individual o un
castigo, como para Carmen, muerta por el despecho de un amante, sino un
significativo sacrificio en aras de un ideal que se sitúa más allá del
individuo. De ahí que las muertes de los héroes wagnerianos sean frecuentemente
gozosas: el «supremo deleite» al que alude Isolde. Y, por cierto, casi siempre
femeninas: pensemos, por ejemplo, en la Brünnhilde de Götterdämmerung, la Senta
de Der fliegende Holländer o la Elisabeth deTannhäuser. «En consecuencia, es
una mujer, sufriente y dispuesta a sacrificarse, la que llega a ser por fin el
Redentor real y consciente: porque ¿qué otra cosa es el amor más que el “eterno
femenino”?», había escrito Wagner, aludiendo a la escena final del Fausto de
Goethe.
Nietzsche no fue el único en
identificar el amor a la muerte como un rasgo germánico ajeno a otras
tradiciones más vitalistas, como la mediterránea. El sociólogo Norbert Elias
escribió que hay pocos pueblos que «en su misticismo nacional, en su poesía y
en sus canciones tengan tantas referencias a la muerte y al autosacrificio como
los alemanes». Podría emplearse el grueso de la obra musical de Wagner para
corroborar la constatación de Elias. Obviamente, esta pulsión hacia la muerte
no se limita al caso relativamente inocuo del Liebestod. Por muy alto que sea
el pedestal sobre el que se erija el Amor, éste dista de ser el único ideal
susceptible de justificar un autosacrificio. Morir por una nación, por ejemplo,
sería trasladar el Liebestod al terreno político, apartándolo de lo individual
para integrarlo en una inquietante dimensión colectiva. Y la exaltación de la
muerte por la patria es un lugar común tanto en la literatura como,
lamentablemente, en la historia alemana al menos desde el Arminio (1769) de
Klopstock. Acaso sea un indicio revelador que la vestimenta que llevaba Werther
en la novela de Goethe fuera adoptada como uniforme por algunas brigadas de
combatientes alemanes en su lucha contra el invasor napoleónico: el traje del
gran suicida por amor había pasado a ser el de la muerte por la patria.
Resulta aventurado tratar de
establecer las razones últimas de esta voluptuosa obsesión germánica por morir
en aras de un ideal. Sin embargo, la presencia constante de la redención y del
autosacrificio en la obra wagneriana ha sido sin duda uno de los motivos que ha
permitido que fuera integrada de un modo tan eficaz en el ideario
nacionalsocialista. Así, el ideólogo nazi Alfred Rosenberg afirmó, en
referencia alLiebestod de Tristan und Isolde: «Esto es “destino” germánico y la
superación germánica de la vida a través del Arte».
Rosa Sala Ros (Programa de mano de "Tristan und
Isolde", Gran teatre del Liceu, 2013)
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