miércoles, 29 de mayo de 2013

La ópera: Wagner, Alemania y el Liebestod



                             La muerte por amor es uno de los muchos conceptos de la cultura occidental que suelen expresarse en alemán: Liebestod. Aunque esta circunstancia se deba sin duda a Wagner y al drama musical que ha llevado este fenómeno a su máxima expresión, Tristan und Isolde, sus raíces se hunden profun­damente en el legado del Romanticismo alemán.
Sin duda, la vinculación entre amor y muerte constituye un viejo lugar común de la cultura occidental. Pense­mos, por ejemplo, en las figuras míticas o históricas que murieron por amor y de las que rinde cuenta el Virgilio de Dante en la Divina Comedia: Cleopatra, Aquiles o Paris, pero también el Tristán medieval que acabaría inspirando a Wagner. La pre­sencia constante de dicha vinculación de contrarios parece un argumento de peso a favor de la convicción de Freud de que Eros y Tánatos constituyen las dos pulsiones fundamentales del ser humano, tan antagónicas como inextricables. Sin embargo, antes de la eclosión de la conciencia romántica, amor y muerte eran opuestos que por lo general se excluían mutuamente. Fue el Romanticismo alemán quien propuso la idea de que ambos podían formar una síntesis.
Para trazar la trayectoria del concepto de Liebestod es pre­ciso retroceder hasta 1774, fecha de la publicación del Werther de Goethe con su elocuente y subjetiva descripción de un suicidio por amor. De hecho, Werther es un producto literario sólo concebible a partir de la secularización de las ideas reli­giosas que trajo consigo la Ilustración. En la visión cristiana, la muerte es una gracia que nadie salvo Dios mismo tiene derecho a otorgar. Los casos de suicidio por amor previos al Werther generalmente no buscan la identificación, sino la crítica y la advertencia contra los peligros de la pasión.
Aunque el suicidio de Werther no constituya todavía un Liebestod propiamente dicho, en la medida que no se produce la muerte casi simultánea de los dos amantes, no cabe duda de que fue esta obra la que permitió que se produjera el gran punto de inflexión en la conciencia europea que abriría las puertas al concepto romántico del amor, fundamento del Lie­bestod wagneriano. «El Werther había puesto hasta tal punto de moda los sentimientos exaltados que ya casi nadie habría osado mostrarse seco y frío incluso aunque ése hubiera sido su carácter natural», afirmó Madame de Staël. El amor de Werther constituye una pasión romántica avant la lettre, sin diques ni barreras protectoras capaces de proteger el alma de un lector acostumbrado todavía a tomarse los libros al pie de la letra.
No todo amor romántico desemboca necesariamente en un Liebestod, pues también admite una lectura positiva e incluso vitalista. Friedrich von Schlegel, por ejemplo, propone en su novela Lucinda (1799) la posibilidad de la consumación amo­rosa por medio de una sensualidad liberada de ataduras mora­les, en un claro antecedente del «amor libre». Además, en el Romanticismo deja de darse por sentada la incompatibilidad entre amor y matrimonio que había constituido un lugar común en la tradición literaria de siglos anteriores.
Sin embargo, este enfoque afirmativo aparece acompañado de una actitud negativa que es fruto de la insatisfacción carac­terística de la conciencia romántica. El enamorado romántico no ama a seres reales concretos, sino a su propia concepción del amor, que evoca atribuyéndola a su amante. Así, el amor absoluto propuesto por el Romanticismo se manifiesta como un ideal inalcanzable, pues se mueve en una dialéctica cons­tante entre deseo y posesión. El ideal que encarna la persona amada muere en el instante mismo en que, al poseerlo, es arrastrado a la turbia esfera de lo real, en lo que constituye un ciclo interminable. Aun así, la fuerza del amor es tan poderosa que el hombre romántico se niega a renunciar a la plenitud de su consumación. De ahí que también Don Juan o el libertino sean un arquetipo romántico.
El Liebestod ofrece una solución radical a este dilema. En la muerte por amor, el instante de felicidad que procura la posesión del ideal amoroso no es transitorio, como para el libertino, sino que, al fundirse con la muerte, queda sublimado y adquiere la fortaleza de lo definitivo. Así, el Liebestod constituye la culmina­ción final de un deseo insatisfecho, el único final posible cuando se persigue un ideal que supera con creces las limitaciones humanas. Puede entenderse el Liebestod como la solución al problema del amor romántico a costa de la destrucción volun­taria de los amantes.
Sería equivocado pensar que esta fusión romántica entre el amor y la muerte es una fantasía enfermiza reservada al papel o a una partitura. Antes bien encarna la sensibilidad oculta de toda una época. El propio Goethe alegó que con su Werther no había hecho más que «destapar la desdicha que se hallaba oculta en las almas jóvenes». La publicación de esta revolucio­naria novela provocó, según Madame de Staël, «más suicidios que la más hermosa de las mujeres» y se convirtió en un rele­vante fenómeno sociológico que se extendería a las décadas venideras. Un caso especialmente diáfano de Liebestod fue el suicidio del gran poeta alemán Heinrich von Kleist, quien en 1811 puso fin a su vida junto a su amada enferma Henriette Vogel, argumentando que de este modo ella sería su esposa en el Hades.
En el terreno operístico, hay un antecedente de Liebestod en una obra muy anterior al drama musical wagneriano y común­mente considerada la primera ópera romántica alemana. Nos referimos a Undine(1816), compuesta por E. T. A. Hoffmann sobre un libreto de Friedrich de la Motte Fouqué, en cuya escena final Ondina y el caballero Huldbrand mueren abraza­dos al dejarse caer por el pozo en el que la sirena se le había aparecido para recordarle su amor.
Sin embargo, sería el romanticismo tardío de Wagner el que aportaría su manifestación más perfecta y acaso también la más rica en excesos. Aunque el Liebestod de Tristan e Isolde culmine en la célebre escena final, el primer acto ya ofrece un intento fallido cuando los dos protagonistas toman voluntariamente el elixir de amor convencidos de que se trata de un veneno. En el segundo acto, se manifiesta de nuevo un anhelo de muerte cuando Tristan pregunta a Isolde si está dispuesta a seguirle a la realidad de la noche y, cuando ella asiente, se enfrenta desarmado a la espada de Melot. Por fin, el tercer y último acto permite la consumación del desenlace fatal obsesivamente deseado en todo el transcurso de la ópera. Tristan, que se había arrancado temerariamente los vendajes que lo protegían de las heridas causadas por Melot, muere en brazos de una Isolde que lo seguirá poco después en un voluptuoso sacrificio final. No sorprende que algunos críticos hayan considerado el Tristan und Isolde de Wagner no tanto un «drama de amor» como un «drama de muerte».
Nietzsche había defendido en El nacimiento de la tragedia (1872) la tesis de que la música alemana tiene raíces dionisía­cas que parten de Bach para culminar en Wagner. Según el filósofo, lo dionisíaco consistiría en una triple disolución de los límites del yo: en el arrobo estético de la música, el yo vence a su separación de la naturaleza para fundirse con ella; disuelve los límites de su propio interior al acceder a su subconsciente; y supera su individualidad por medio de la comunión con otro que proporciona el amor. Difícilmente una experiencia musical puede responder mejor al concepto nietzscheano de esta triple disolución que el Liebestod wagneriano. Frente a lo apolíneo, que busca la realización de lo individual, lo dionisíaco implica el sacrificio gozoso del yo, como
expresan elocuentemente las últimas palabras de Isolde: «En el ondulante caudal, / en el eco sonoro, / en el Todo que se agita / en el hálito del mundo / ahogarse / sumergirse / sin conciencia… / ¡supremo deleite!».
Sin embargo, subyace al Liebestod la idea de un sacrifi­cio voluntario en aras de lo que se considera superior y más digno. (Ya Werther había exclamado gozoso, poco antes de dispararse: «¡Que me haya sido dada la felicidad de morir por ti, Lotte!».) Años después, esta dimensión sacrificial sería uno de los aspectos de la obra wagneriana que acabarían incomo­dando profundamente a Nietzsche. «Tenemos que aprender a morir, y a morir en el más pleno sentido de la palabra. El miedo al final es la fuente de toda falta de amor, y este miedo se genera sólo cuando el amor mismo comienza a desvanecerse», había escrito Wagner. En esta obsesión wagneriana por la redención a través de la muerte, Nietzsche reconoció un rasgo ajeno a otras tradiciones musicales. Contra esta obsesión enfermiza, para escándalo de muchos wagnerianos, el filósofo propuso nada menos que la tradición mediterránea y vitalista de la Car­men de Bizet, en la que la muerte de la protagonista no consti­tuye un sacrificio, sino una afirmación decidida de su voluntad y de su modo de vida. En El caso Wagner (1888), Nietzsche comentaría así el papel de Carmen: «¡Por fin el amor, el amor nuevamente transferido a la Naturaleza! ¡Y no el amor de una “elevada doncella”! ¡Sino el amor como fatum, como fatalidad, cínico, inocente, cruel… y precisamente por eso,Naturaleza!».
Ciertamente, es difícil concebir un amor tan mórbido y tan poco carnal como el que mantienen Tristan e Isolde. Para Wagner, la muerte del individuo no es una tragedia individual o un castigo, como para Carmen, muerta por el despecho de un amante, sino un significativo sacrificio en aras de un ideal que se sitúa más allá del individuo. De ahí que las muertes de los héroes wagnerianos sean frecuentemente gozosas: el «supremo deleite» al que alude Isolde. Y, por cierto, casi siempre femeninas: pensemos, por ejemplo, en la Brünnhilde de Götterdämmerung, la Senta de Der fliegende Holländer o la Elisabeth deTannhäuser. «En consecuencia, es una mujer, sufriente y dispuesta a sacrificarse, la que llega a ser por fin el Redentor real y consciente: porque ¿qué otra cosa es el amor más que el “eterno femenino”?», había escrito Wagner, aludiendo a la escena final del Fausto de Goethe.
Nietzsche no fue el único en identificar el amor a la muerte como un rasgo germánico ajeno a otras tradiciones más vitalis­tas, como la mediterránea. El sociólogo Norbert Elias escribió que hay pocos pueblos que «en su misticismo nacional, en su poesía y en sus canciones tengan tantas referencias a la muerte y al autosacrificio como los alemanes». Podría emplearse el grueso de la obra musical de Wagner para corroborar la cons­tatación de Elias. Obviamente, esta pulsión hacia la muerte no se limita al caso relativamente inocuo del Liebestod. Por muy alto que sea el pedestal sobre el que se erija el Amor, éste dista de ser el único ideal susceptible de justificar un autosacrificio. Morir por una nación, por ejemplo, sería trasladar el Liebestod al terreno político, apartándolo de lo individual para integrarlo en una inquietante dimensión colectiva. Y la exaltación de la muerte por la patria es un lugar común tanto en la literatura como, lamentablemente, en la historia alemana al menos desde el Arminio (1769) de Klopstock. Acaso sea un indicio revelador que la vestimenta que llevaba Werther en la novela de Goethe fuera adoptada como uniforme por algunas brigadas de com­batientes alemanes en su lucha contra el invasor napoleónico: el traje del gran suicida por amor había pasado a ser el de la muerte por la patria.

Resulta aventurado tratar de establecer las razones últimas de esta voluptuosa obsesión germánica por morir en aras de un ideal. Sin embargo, la presencia constante de la redención y del autosacrificio en la obra wagneriana ha sido sin duda uno de los motivos que ha permitido que fuera integrada de un modo tan eficaz en el ideario nacionalsocialista. Así, el ideólogo nazi Alfred Rosenberg afirmó, en referencia alLiebestod de Tristan und Isolde: «Esto es “destino” germánico y la superación ger­mánica de la vida a través del Arte».


Rosa Sala Ros  (Programa de mano de "Tristan und Isolde", Gran teatre del Liceu, 2013)

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